LOS SIERVOS DE LA LUNA

Por Rubén Rodríguez

Cuando el niño Rubén Araújo recita su parte, está entregando las claves para la comprensión de Los siervos, de Virgilio Piñera. Pone las reglas del juego, traza el círculo de fuego o de tiza que hace mágico el espacio de la representación, el arte como conjuro. Y el tiempo pone los charcos de sangre.

De confesa vocación virgiliana, Raúl Martín saca airoso el complejo texto en una puesta que conserva su valor metafórico, si bien lo hace más comprensible con su dramaturgia. Anteriores retos del Teatro de La Luna fueron La Boda y Electra Garrigó, aunque Martín se las vio otrora con sendas coreografías del Solo de piano y Las siete en punto.

Teatro de La Luna recicla la pieza, publicada únicamente en 1955 en la revista Ciclón, y la recontextualiza hasta lograr el piñeriano ámbito despojado, sin referencias geográficas donde se desarrolla la narración neutra e indiferente del destino de los personajes. La enriquece además con un nuevo sistema de símbolos que redimensionan y universalizan la obra, considerada como la más difícil, amarga y voluntariamente contradictoria del genial dramaturgo.

Atinadas son la recurrencia a la simbología del color, la banda sonora y la danza que recobra su valor semántico, mientras las canciones aportan matices que ayudan a la decodificación de un texto pleno de sugerencias, no siempre tan obvias. Virgilio fue en esencia un burlador y, hasta en el casi eslavo filósofo Nicleto, aflora el fatalismo ontológico del latino, hecho para reír de su dolor y llorar de risa.

La danza de los módulos grises del estancamiento, incorpora un elemento nuevo y casi orweliano, como parte de la confesa intencionalidad de síntesis y simplificación visual de la puesta. Y el humor aflora en la inteligente interpretación de los acostumbrados juegos de palabras del autor, quien se regodeaba en frases hechas y lugares comunes, que deconstruía y dotaba de sentido.

Resaltan el notable trabajo vocal y la versatilidad de Mario Guerra con su trío de personajes, el energético despliegue histriónico de Dexter Pérez, rozando siempre los límites en su Nicleto, y los matices que incorpora Grettel Trujillo a Zenón, metáfora del poder absoluto, secundados por el oficio de los otros.

Con su intertextualidad plena de referencias, Raúl Martín y su compañía hacen la obra de la obra y ofrecen un trabajo indagatorio, mestizo de géneros, vivo y transgresor; la serpiente se muerde la cola y Piñera, cruzado de brazos y piernas, el codo en la rodilla y la mano posada en la mejilla, sonríe aprobatorio.