EL DIRECTOR ES UN COREÓGRAFO

Entrevista a Raúl Martín

Por Nara Mansur

El teatro debiera medirse por el entusiasmo de quienes lo hacen y lo disfrutan. Raúl Martín tiene treinta y cinco años y dirige Teatro de La Luna, uno de los grupos fundados a finales de los 90 que transita por caminos de investigación pero que junta como ningún otro la herencia del «camaleonismo» más cercano a lo comercial y la ética del teatro nuevo. Es interesante su contaminación de experiencias danzarias y cómo los actores se desplazan a conciencia de su condición de intérpretes a creadores. El color, la utilería que deviene símbolo y juguete, la gran coreografía que orquestan cuerpos e ideas involucra al espectador que puede entenderlo como velada autobiografía. A veces mordaz fiesta, a veces sensible parodia, Teatro de la Luna ejerce su resistencia a manera de chiste, en el debate entre lo fundamental y lo accesorio, entre el concepto y el capricho, entre la lucidez de lo tragicómico y la belleza sospechosa de un gesto.

¿Qué es para ti la dirección?

Vivimos en una época en que se sigue más a un director que a un autor, interesa más ver el Calígula de Carlos Díaz que el de Albert Camus. Yo creo que el director es un coreógrafo, no sólo un coreógrafo de movimientos ni de formas, sino de atmósferas teatrales, de tonos actorales, de histrionismo, de diseños espaciales, de composición, de plasticidad; un coreógrafo organizador de todo un caudal emotivo e intelectual que el proceso ofrece. Pienso que el director existe para organizar la atención, para jugar a través de la coreografía y de la totalidad del acto de comunicar en vivo que es el teatro. Por eso admiro los espectáculos de Flora Lauten, lo coreográfico de su teatro.

Se menciona mucho la ausencia de referentes y modelos de las generaciones más jóvenes de teatristas, los que no vieron actuar a Berta Martínez, a Vicente Revuelta. En relación con la memoria y el olvido, Eduardo Pavlovsky piensa que «recordar es ejercer estrategias de acción para la denuncia» y que «el recuerdo es un arma concreta de lucha política». ¿Qué piensas tú?

La crisis de los modelos viene acompañada de una actitud de los más jóvenes hacia el teatro y hacia la vida en general: ellos dejaron de creer en mucho de lo canonizado y yo soy parte de esa generación que se cuestionó lo establecido y empezó a encontrar nuevas cosas. Uno siempre tiene una inspiración, un ideal. Yo empecé a admirar el teatro a través de los espectáculos de Roberto Blanco. Ese fue el director que busqué para que fuera mi maestro cuando se inaugura la Cátedra de Dirección en el ISA en 1990. Ese fue el primer sueño que logré, y ahí estaban los actores que también admiré. Después vinieron los contactos con Marianela Boán y Rosario Cárdenas, también porque Roberto es un director que está muy permeado de movimiento.

Ese «sin modelo» es también o fue para mí el nuevo modelo. Al final me doy cuenta que estoy atado a una tradición, la del actor que dice en escena, con buena dicción, que dialoga.

¿Cómo relacionas a través de tu trabajo a Roberto Blanco con Carlos Díaz, que sería tu próxima estación de aprendizaje?

Roberto Blanco me hizo conocer el teatro profesional, de ahí se derivó mi encuentro con Carlos Díaz, quien proviene de Teatro Irrumpe también. Cuando estreno La fábula del insomnio con el Teatro Nacional de Guiñol a Carlos le gusta mucho y me invita a trabajar con Teatro El Público; allí se pulen más mis conocimientos y se consuma mi verdadero contacto con el teatro profesional, con actores profesionales en un trabajo de compañía, allí tengo el status de director artístico y estreno La boda, en su primera versión. Coincido con los que han visto en esa puesta el anticipo o las aristas de lo que sería mi «lenguaje», el «cocinado» de mis influencias con el toque final de Carlos Díaz.

En 1999, en un encuentro que tuvimos en el Teatro Escambray, afirmas que habías empezado a «encontrar un camino hacia lo que podía ser un lenguaje, que el público identificara un estilo de actuación».

Uno siempre va a decir «estoy intentando, estoy buscando». A mí me alegra que la gente identifique determinados elementos o que diga «eso a Raúl le encantaría hacerlo». Hay un público que nos sigue, sobre todo universitario, filólogos, sicólogos, que viene buscando datos precisos en las obras: elementos danzarios, canciones, una manera de actuar; identifican al grupo con nombres de actores. Pero siempre estamos en el camino. Cuando estábamos en el Escambray ya habíamos estrenado Los siervos, que es la puesta en la que pudimos crear de verdad como equipo y concretar una voluntad o estilo de trabajo. Cuando se repone Electra (yo la pienso como una fiesta) recogimos los frutos del trabajo de grupo que se logró en Los siervos, una obra muy identificativa de lo que yo quiero llegar a ser en el teatro, esclarecedora de un camino.

«El sueño de lograr ser feliz haciendo teatro» porque «la calle es un lugar de miseria y quieres vivir momentos de felicidad en los ensayos, querer a los actores», eran algunas verdades que te identificaban y que suscribiste también en aquellos días del Escambray. En tus espectáculos se trasluce la alegría y el placer de Teatro de La Luna, una especie de generosidad hacia el público. ¿Qué valor le das a esta sensación?

Eso se trabaja en los ensayos, en la selección de los actores, al final puedo decir: hace tres años tengo el grupo ideal. Mañana puede cambiar por cosas de la vida pero nuestra voluntad es trabajar juntos. Se hace casi un trabajo sicológico del actor que quiere entrar al grupo, no es un chiste, y esto ha favorecido la energía del grupo, los resultados, y eso se recoge o lo recoge el público, incluso en el saludo final.
La calle no es sólo un lugar de miseria material, también de miserias humanas, donde cada vez todo empeora, uno se refugia en el teatro para pasarla bien. El proceso tiene que ser una fiesta. El actor es un transmisor, un comunicador, casi un trabajador social, y no creo en absurdas vanidades. En mis actores hay un despojo del sentido de estrellato, a pesar de que son excelentes. Algunos no tienen treinta años y tienen premios importantes, la gente los conoce. Se ha creado un trabajo de grupo que no les quita el brillo individual. Y con Electra sucede como con El lago de los cisnes, la gente viene a ver los distintos elencos. Y para mí es interesante, porque en el teatro cubano hay dos vertientes: la de la colectividad donde desaparecen los nombres y la reunión de estrellas donde predomina «el sálvese quien pueda» y ninguna de las dos cosas me interesa.

Eres de los jóvenes directores, quien congrega más disciplinas y afectos. Hablaste de los vínculos con la danza teatro y es notorio tu interés en dotar a la palabra de movimiento. Otras veces te refieres al ideal de hacer un teatro total.

Yo me siento todavía muy incompleto.

¿Pudieras relacionar esto con tu formación como espectador?

Yo estoy cada vez más cerca del ideal y los actores en cada puesta ponen a prueba su versatilidad. En Teatro de La Luna eso se entrena. Como espectador identifico aisladamente elementos que quiero juntar en mi obra, no por la pose de decir lo del teatro total sino porque creo que el teatro así es más disfrutable. Lo meritorio es que la integración de las disciplinas sea orgánica. En Los siervos el público no siente que las canciones son un agregado ni le molesta que el personaje baile. Cuando los señores hacen «la danza de los pies de plomo» la sienten verosímil –que es una palabra que a Roberto le gustaba emplear–, una segunda naturaleza. Yo me siento incompleto, me faltan elementos sensoriales, que los actores hagan la música, por ejemplo. Siempre estamos en busca de la obra idónea para llevar a cabo esa integración. El grupo Matacandelas, de Colombia, es para mí un modelo en ese sentido. Y el juego con los sentidos y el arte que nos rodea es nuestra obsesión para el futuro, soñar la sala llena, que la gente se comunique. Este es un país y el mundo entero es un lugar donde desde que te levantas estás haciendo concesiones para poder vivir. La etapa romántica pasó y el resto es pura negociación, uno tiene que lograr salir ventajoso, no perder las esencias, y que podamos ser una orquesta en escena.

¿Piensas que en tu búsqueda de un lenguaje estarías más cerca de un teatro del hacer que de otro más reflexivo e intelectual?

Creo que a través de lo que más me comunico con el público es por la forma, la pátina, por una artesanía, y de ahí se deriva lo que ideológicamente queremos decir. No me inclino rotundamente por una obra por lo que esta dice, hay tantos libros de historia que nunca montaría. Me seducen por lo general obras «deficientes» con ingredientes técnicos, posibilidades escénicas, me enamoro de eso.

Te encontraste con la dramaturgia de Virgilio Piñera en El flaco y el gordo, y a partir de ahí montaste Electra, La boda y Los siervos. También has sido el coreógrafo de sus poemas. ¿Qué elementos de teatralidad te sedujeron y te hicieron un adicto a Virgilio?

Elementos de teatralidad y de filosofía, de su vida, de la forma de ver el mundo que está muy emparentada conmigo más que lo técnico. He montado obras por un diálogo que me ha impresionado, por un personaje que me parece fabuloso.

¿Cuál?

La boda, por ejemplo, puede parecer banal e insulsa. Me encantó Flora y un texto como «Diga que no habrá boda porque hay tetas caídas», al igual que la historia de la tía Minerva. ¿Qué dice esta obra? ¿De qué habla? Abilio Estévez y yo nos sentamos a estudiarla. Esa forma burlona de ver el mundo para defenderse de él, de decir: esto no tiene arreglo pero vamos a reírnos, el no darle solución a las cosas, sin que sea un fatalismo, sino una actitud muy acorde con la sin salida del mundo.
La boda fue la exploración, una revisión del primer montaje inaugura el repertorio de Teatro de La Luna; Los siervos significó la unión del grupo, la consolidación de una forma de trabajo. Durante el proceso de este espectáculo encontramos a la profesora de danza, entraron actrices al grupo que hoy trabajan de manera estable, y finalmente, Electra recogió los frutos de lo que antes había sido pautado. El espectáculo futuro crecerá a partir de todo eso. Los actores en cada obra de Virgilio han vivido la posibilidad de la transformación, cada vez que se han enfrentado a un nuevo personaje, a conciencia, han querido romper matices y marcas de sus creaciones anteriores.
Virgilio es como el abuelo que yo hubiera querido tener en la casa. En verdad, me recuerda a mi abuelo paterno, que era un gran filósofo. Descubrí o no, o al menos contradije a los que sólo veían al Virgilio verbalista, me gusta la música de sus textos, de su poesía: «El banco que murió de amor», me fue muy fructífero trabajarlo pensando en la danza. Electra Garrigó, que es su gran obra, fue muy difícil para mí, y para colmo el público viene en la actitud de ver los fouettés de El lago... y no la anécdota. Virgilio ahora mismo es nuestro dilema, quisiera que fuera nuestro asesor dramático pero está muerto y ahora vamos en busca de otros autores.

¿Hay otras zonas de la dramaturgia cubana que te interesen o es la excepción, la sensibilidad de Virgilio?

Un autor como Estorino me ha comentado que los directores no montamos sus textos y yo le he dicho si no será que él se nos adelanta, o que uno ya sabe que el Estorino director montará al Estorino dramaturgo. Los directores nos cuidamos de hacer segundos montajes: Roberto Zucco, Dos viejos pánicos, me encantan pero también creo que el teatro tiene un toque de originalidad, una primera vez. Estorino es una zona inexplorada para mí que me gustaría conocer. Ahora acabamos de montar El enano en la botella, de Abilio Estévez, un autor que se considera más narrador que dramaturgo y él defiende la postura del literato en el teatro. Alberto Pedro es otro autor que yo atiendo y leo. A mí me encantaría tener un dramaturgo en el grupo, que escribiera para los seis actores, que dialogara con el proceso creativo, pero como no lo tenemos buscamos democráticamente lo que nos complace, en busca de nuestra propia obra. A mí me gustaría seguir montando teatro cubano.

¿Cómo ha sido tu relación con la crítica?

Yo veo a la crítica como una aliada de la creación, la encargada de hacer la historia del teatro, de sobrepasar ese momento efímero. Ha habido enfrentamientos entre la crítica y la práctica creadora debido a la incomunicación, a los tendenciosos de ambos circuitos. Estoy consciente de la necesidad de la crítica, necesitamos críticos cada vez más competentes al igual que espectáculos cada vez mejores.

He sido favorecido por los críticos que han valorado mi trabajo y no creo que se deba a lo que decías antes de que «congregaba afectos». Mis amigos en este campo han surgido de su admiración por mi trabajo. Y a los críticos no les da miedo hablar un día mal de mis espectáculos porque saben como soy, les quito presión de arriba, saben que «no se me va a erizar un pelo». Yo he abierto mis procesos de trabajo, los ensayos. Muchos han hablado sin acercarse a mi práctica interna, incluso han hecho crítica de manera sistemática. Otros se han acercado más a la naturaleza de la creación; y al espectador de teatro le interesa más leer de lo que no vio y de la forma en que se llegó al resultado final.

Pienso como Osvaldo Cano que la crítica está llamada a ser diálogo de la creación, no sólo juicio. Descubrir y hacer públicas claves del proceso: creo en una crítica con estos presupuestos. Entre los críticos que han seguido mis procesos está Guillermo Loyola, que se acercó de manera muy sensible a mi trabajo; Osvaldo Cano ha escrito notas a los programas y sigue nuestra trayectoria. Vivian Martínez Tabares, Omar Valiño han escrito también.

Creo que la crítica en Cuba está reflejando lo que verdaderamente tiene interés, y no lo digo por ser un beneficiado. Otros dicen que se olvida, que habla de lo que le conviene, que ensalsan lo que no tiene valor. Hay que trabajar hacia la conciliación. Cuando a uno como creador lo convocan a un encuentro de la crítica tiene que estar dispuesto a recibir opiniones, tener una actitud abierta, y estar seguro de sus elecciones. En la medida en que uno tenga respuestas para todas las preguntas estará mejor preparado para contestar a los críticos. Muchos creadores se enfrentan a los críticos porque tienen inseguridades, y rechazan todo: desde la más benévola hasta la más maldita de las críticas.

Virgilio decía: «la moralidad en Cuba es una cuestión de palabras más que de hechos. La gente dirá que soy un inmoral y después se irá tranquilamente a sus casas a realizar y decir peores cosas que yo. Es una de las desgracias de este país». Me gustaría que conectaras estas palabras con nuestro debate social, con la verdad y la mentira, con lo que significa ideológicamente Virgilio y con lo que declara Víctor Varela a mediados de los 90: «Cuando escribo lo más importante para mí es encontrar la nueva moral que expresa el conflicto con la objetividad de una herida que sangra y llega a donde tiene que llegar ¿al río? ¿al polo norte? ¿al rostro del espectador?»

Virgilio siempre hablaba de los eufemismos y de cómo se le cambiaba el nombre a las cosas, se las enmascaraba, y eso tiene que ver con la doble moral, con el encubrimiento de lo íntimo y de la verdad. Eso está en todas sus obras. Por eso se reía de las ceremonias, de las cosas rígidas, de lo establecido. En Cuba se ha instaurado con mucha fuerza la doble moral, aparentar lo que uno no piensa, y su teatro en ese sentido es explosivo. Sus finales no son edificantes, no buscan un nuevo espectador.

Creo que Víctor estaba más interesado en lo social, casi en una labor educativa, directa, sensorial y precaria, cuestionante, en busca de un espectador que salga cambiado después del contacto con su teatro. Son dos posturas distintas: Virgilio escritor y Víctor director. La postura de Virgilio creo que es mostrar el mundo tan defectuoso como está. Esto es así y no tiene solución, pero eso ya es una solución, uno sale del teatro con la sensación de desastre. Ambas posturas son muy revolucionarias y vanguardistas y estremecieron mucho los falsos valores, los muros que nuestro sistema ha generado.

Me empariento mucho con Virgilio porque pienso igual que él: que la mejor forma de hacer catarsis, de hacer conciencia de que estamos viviendo en ese mundo de máscaras, de representación constante –es como si estuviéramos todo el tiempo actuando– es mostrarlo, decirlo a veces de la forma más cruda y negra, pero con humor. El muestrario de lo terrible pasado por el filtro del humor. Poner el dedo en la llaga pero que lo demás lo ponga el espectador, el cambio o la curita.

Templo de confesiones

El arte y la maldad nunca podrán ir juntos. El actor es el teatro pero el actor solo no es el teatro. He ido sistemáticamente despojándome de la frivolidad de un mundo con el que me codeé, en el teatro y en la vida. El actor es el principal comunicador: cualquiera de las obras, la más difícil, logra comunicarse con el público si está bien actuada. Que la danza y lo cantado sólo queden al final si son una segunda naturaleza. Necesito que el actor se queje y se resista y cuestione lo que yo propongo. En el cuestionamiento diario, en la no creencia de lo que yo expongo está el verdadero diálogo y el resultado verosímil para el espectador. El trabajo de mesa es junto y durante el proceso, y como derivación y meditación teórica de trabazones que el actor sufre durante el proceso.