Emergencia, innovación y un impasse que hay que salvar

Por Vivian Martínez Tabares

Casi 15 años atrás, publiqué una nota de apenas dos cuartillas, titulada “El teatro que nos falta”, en la que comenzaba con un reclamo a la crítica —recordando el paradigma de Rine Leal en su ejercicio y también sus desazones— para encarar con más energía la escena del presente, en consecuencia con nuestras propias ideas de un teatro demasiado quieto y demasiado parecido entre sí, para mi gusto [1]. El centro de aquella reflexión eran los modos y géneros de los que carecía —o de los que se resentía, por insuficiencia— la escena cubana de inicios del siglo XXI. Y entre los que mencionaba entonces estaban el musical entendido como un género capaz de renovarse, el teatro de calle, el performance y el cabaret, este último con el eco más que consistente de lo que le había aportado Bertolt Brecht en la primera mitad del siglo XX, como herencia dialéctica y crítica del cabaret expresionista alemán, y con otros valiosos referentes desde su singularidad y su autoctonía en la escena de la América Latina.

Hoy, debo reconocer con admiración y júbilo cómo aquel vacío ya es un recuerdo del pasado. Y si algunas tentativas teatrales de estos años se acercaron al género y refuncionalizaron rasgos del cabaret para la creación presente, Mujeres de la Luna, el espectáculo concebido por Raúl Martín con las actrices de su grupo, el Teatro de La Luna, y estrenado en marzo pasado, ha venido a llenar con creces —y espero que para rato— un espacio necesario y afín con las expectativas del público frente a una escena que requiere diversificarse y crecer.

Desde su propio estreno, medio año atrás, Mujeres de la Luna conquistó a los espectadores y no ha dejado de desarrollarse concebido como un trabajo teatral que, si bien exhibe un rigor en su dramaturgia y en la ejecución escénica de sus creadores, se ha entendido por el equipo como un trabajo en proceso, susceptible de probar y ajustar resortes dentro de una perspectiva experimental.

De modo que lo que puede parecer, a primera vista, un divertimento armado de fragmentos de textos teatrales y de otras procedencias que alternan con trozos de canciones, deja ver una trama urdida con inteligencia para llegar más lejos en el orden conceptual y para aprovechar y estimular el talento de un conjunto de artistas entrenados a lo largo de los años en un teatro que valora de modo especial la presencia de la música, como eje de la labor de actores y actrices que deben cantar y bailar con desenvoltura y exigencia técnica.

Al enlazar obras de grandes dramaturgos cubanos como Virgilio Piñera, Alberto Pedro, Tomás González a partir de pequeñas partes de algunas de sus piezas —La boda, Manteca y Delirio habanero, y Cuando Teodoro se muera, respectivamente—, con otros textos como los de la dramaturgia escénica de El Dragón de Oro, del alemán Roland Schimmelpfening, armada por el grupo —y en la que juega un papel fundamental la canción “Manuelita la tortuga”, de María Elena Walsh, como guiño irónico—, más poemas como “Vida de Flora”, también de Piñera, otros trozos de canciones hasta concluir con el popurrí de éxitos Los Van Van como suerte de “rumba final para toda la compañía” retomando el mejor vernáculo, Mujeres de la Luna consagra un estilo en el que lo festivo y lúdico no está reñido con el rigor.

Porque el hecho de que la obra naciera sobre todo por un incentivo práctico: el de insertarse en el nuevo espacio “teatral” de la Nave 3 en Fábrica de Arte Cubano, un ámbito sumamente complicado de ocupar por el teatro, en coexistencia con una barra abierta y en medio del permanente trasiego de público, con un lateral como galería y el otro abierto a un área libre, no indujo al Teatro de la Luna a pensar en soluciones fáciles. Y si complace al público y vuelve a los espectadores cómplices activos de cada fragmento, es porque nos entrega un muestrario variado de su versatilidad con alto nivel artístico de realización, en el cual están presentes el lirismo, la sensualidad, el drama, el choteo y la sátira.

Fiel cultor de la tradición teatral cubana, al llevar a la escena piezas de Piñera —del cual, hoy por hoy, es el director más ferviente con sendas creaciones de Electra Garrigó, La boda, El álbum y Los siervos en su haber—; Alberto Pedro —Delirio habanero, con gran éxito en distintos escenarios y varios elencos, además de un prometido montaje de El banquete infinito—; y Joel Cano —La fábula del insomnio—, Martín recupera una línea abandonada que puede articularse con lo mejor del vernáculo: nuestra tradición de cabaret, que se apoya en la rica musicalidad del cubano, y que tiene a Tropicana como emblema, con el oropel y la mulata como figura omnipresente.

Pero Mujeres de la Luna bebe también de la tradición internacional del cabaret político, nacido en el seno de la escena expresionista alemana a inicios del siglo XX, inspirador y fuente nutricia para Bertolt Brecht (que recreó sus recursos en Grandeza y miseria de la ciudad de Mahagonny y La ópera de los tres centavos), y frecuente hoy en la labor de destacados intérpretes latinoamericanos, como los mexicanos Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe; Las Patronas, Regina Orozco y Tito Vasconcelos, el dominicano Waddys Jáquez, la estadounidense Peggy Shaw, o la chicana Xandra Ibarra, con el neo-cabaré de la Chica Boom, quienes lo trabajan para dialogar de manera provocadora con la realidad en la que se insertan

El cabaret de Raúl Martín y de las mujeres del Teatro de La Luna es resultado orgánico, summa de una labor en la cual la integración de las armas del drama siempre se ha concebido aliada a lo musical, lo coreográfico y las impactantes imágenes para producir un sentido que activa la participación de los espectadores.

De este singular cabaret teatral cubano, hay también antecedentes en experimentos de otros grupos protagónicos de la escena cubana, como Teatro El Público y El Ciervo Encantado, como resultados —programáticos y/o coyunturales, o de ocasión— de procesos de trabajo para alternar estilos, probar y reciclar “descartes” de otros proyectos, y desarrollar habilidades múltiples que pugnan por convertirse en espectáculos para ser vistos y dialogar con sus espectadores en espacios alternativos y con modos de producción diferentes.

Bajo esos principios de libertad, Mujeres de la Luna reafirma las notables dotes histriónicas de sus actrices, en acertado balance, al desdoblarse en registros diversos y transitar por gradaciones dramáticas y humorísticas en una trama para ahora mismo, que bebe de la tradición e innova con ella. También revela las extraordinarias capacidades musicales de estas artistas, que saben sacarle a la canción lo que muchas virtuosas cantantes no pueden en expresividad extraverbal y del gesto. Olivia Santana, formada en canto lírico, revela una cuerda de fina sensualidad; Yaité Ruiz, un temperamento dramático que puede llegar a lo trágico con la imagen de femme fatal no exenta de un toque buslesco; Yordanka Ariosa, crece por función en desarrollar potencialidades que abarcan todas las gamas de la escena, e introduce una perspectiva brechtiana no exenta de ironía y denuncia, y Yaikenis Rojas, se mueve como pez en el agua en la recreación costumbrista que juega con tipos y personajes de estirpe bufa. Las acompañan dos jóvenes virtuosas de la música: Dania Suárez al piano y Diana Rosa Suárez, en la percusión y polirritmia, quienes siempre a la vista del público y con vestuario teatral incluido, interactúan con las primeras para complementar la rica diversidad de la composición escénica.

Como si fuera poco, en vísperas de participar en el Festival Internacional de Teatro Santo Domingo 2014, Raúl decidió introducir un elemento nuevo, afín con el componente lúdico del cabaret: a modo de cita, insertó al personaje de “La Machetera”, de la puesta de Antigonón, un contingente épico, de Carlos Díaz y El Público, a cargo del joven y talentoso Luis Manuel Álvarez. La mención se revela, al igual que en el montaje fuente, como una sorpresa y una opción para superar cualquier sexismo estrecho, pues la entrada del personaje tiene lugar aquí, también caracterizado como un campesino, el joven machetero, para provocar y desatar una controversia con las mujeres, al enfrentarse ambos. Él, con décimas compuestas por Martín, al estilo de las tonadas trinitarias, que hablan del rol tradicional que corresponde a las féminas, según la mirada machista, y ellas, con la respuesta femenina, que llega a concebir un amplio muestrario de opciones a tono con la diversidad sexual aún polémica en nuestra época.

Otro momento de acento activamente político es cuando Yordanka recupera el texto del reguetón “Atrévete”, de Calle 13, y lo convierte en alegato emancipatorio, al que se integra la obertura de “La Internacional”, tema simbólico por excelencia del socialismo mundial. Claves y signos antiguos son reapropiados con nuevas resonancias. Y el clímax llega luego de la aparición del personaje de La Reina de Delirio habanero, alter ego delirante y evocación de Celia Cruz —en el cuerpo de Yordanka—, cuando la representación emblemática guarachera se convierte en apoderada de la cubanía en un mano a mano que pasa por diversas gradaciones, para enfrentar a la clawnesca imagen imperial —asumida por Yaikenis—, al interpretar juntas el viejo bolerón “Te odio y te quiero”, de Julio Jaramillo, y recrea, simbólicamente, las tensiones históricas y presentes entre Cuba y los EE.UU., debajo de las cuales se evoca con los espectadores la complejidad que implica la proximidad geográfica y cultural y la tirante relación política, para dar espacio también a los pequeños discursos que involucran a personas y familias con marcada implicación en la vida cotidiana en la Isla y en la comunidad cubana en el territorio de la mayor potencia capitalista.

Y para el desenlace, se nos reservan aún más sorpresas con otro brillante añadido, lo que nos da la idea de que Mujeres de la luna está pensada como una estructura móvil que puede seguir creciendo y sintetizándose: con un rotundo mini recital con temas memorables y diversos de Juan Formell, en su homenaje, seguido por el vibrante popurrí, una saga vanvanera a la que ningún cuerpo cubano puede resistirse.

Mujeres de la Luna fue incluida, por derecho propio, en la cartelera del 15 Festival de Teatro de Camagüey, y estaba prevista para verse en las noches de cierre, como insuperable despedida, pero inconvenientes internos al faltar temporalmente una de las actrices impedían que pudiera alistarse para el evento. (Y esta circunstancia, lamentablemente bastante sistemática, es una evidencia más de la precaria estabilidad que padece nuestra escena, aún sensible en los grupos más sólidos artísticamente, lo que obliga, fuera del alcance de este comentario puntual, a otras reflexiones ligadas con condiciones de producción, entre otros factores). El director intentó reemplazar a la ausente con una actriz invitada de otro colectivo, lo que no pudo cuajarse a tiempo, y quizá el inconveniente, aunque nos privó de volver a disfrutar la propuesta y para muchos espectadores camagüeyanos y no capitalinos sigue siendo una cita pendiente, fue a fin de cuentas lo mejor, para que las mujeres del Teatro de La Luna sigan siendo una unidad expresiva y singular, y para que defiendan, si corresponde, esta propuesta de ellas y para ellas que artísticamente llegó para quedarse y que, ojalá, dé nuevos frutos.