DRAGÓN A LA CARTA

Por Norge Espinosa

Confieso no ser un devoto de la dramaturgia del alemán Roland Schimmelpfennig. Las piezas suyas que he leído o he visto representadas aquí, como parte de las diversas estaciones que ya suman entre nosotros las Semanas de Teatro Alemán, no me han tentado al aplauso o a la crítica como sí lo han conseguido otros de sus contemporáneos. No quiero decir con ello que su quehacer me parezca desdeñable. Prefiero decir, como Borges sobre ciertos escritores, que simplemente no lo he merecido. Tan impronunciable como me resulta su apellido, así me han parecido sus textos y las puestas en escena en las que he visto batallar a actores y actrices de talento con sus parlamentos: imágenes que van acumulándose en el rincón menos acogedor de los recuerdos que pueden ir proporcionándonos estos encuentros con la literatura dramática germana, junto a otros que no voy siquiera a mencionar aquí. Dicho esto, sin embargo, debo reconocer que en esta última convocatoria, Raúl Martín ha conseguido lo que parecía imposible, y El dragón de oro, en su concepción, puede apuntarse como uno de los espectáculos para los que reclamo una larga temporada, pues en él Teatro de la Luna ha reajustado su brújula, y su director, tras el paso de transición y revisitación de su propia poética que fue La primera vez, alcanza a regalarnos un nuevo instante de brillo e interés, al que se suman talentos que llegan al grupo ojalá como figuras que perduren en sus elencos. Esta reseña es, pues, una invitación a cenar en El dragón de oro, ese restaurante de una China teatral ubicado en una Europa tan distante del Yang-Tsé como creía yo estarlo de la dramaturgia de Roland Schimmelpfennig: ya se ve que el teatro puede obrar ciertos y pequeños milagros.

Como suele suceder con la dramaturgia alemana reciente, asistimos en esta pieza al cruce de distintas historias. Pequeños núcleos de comunicación/incomunicación humana que rondan la vida de esa cocina ardiente donde se cuecen los platos de El dragón de oro. La historia de un chino emigrante, sin papeles, víctima de un atroz dolor de muelas, desata cápsulas donde muerte, despedida, humillación y desconsuelo se equilibran con otras donde el humor, la rapidez de las acciones y los diálogos, se combinan también para organizar una idea simultánea del vivir contemporáneo. Raúl Martín apela a una cámara blanca, un espacio donde coexisten los músicos que tocan sus instrumentos en vivo, y un elenco bien tramado para sacar el mayor partido posible de pocos elementos, incluido el vestuario como efecto, desdoblado según las escenas en lo necesario para que reconozcamos a un personaje u otro. Su gusto por el musical, por el color neutro en las vestimentas, por la iluminación precisa, por el desempeño histriónico entendido como juego que dinamiza piezas a partir de una base firme que se multiplica y es capaz de asumir con organicidad asociaciones y metáforas que discuten el texto desde su propia enunciación, tal y como sucede aquí con la cita a un tema de María Elena Walsh, para recalcar los posibles elementos de un teatro del absurdo, pero también para sentimentalizar con eficacia y sin regodeo melodramático, la saga de sus personajes. El dragón de oro, con su ir y venir y constante en círculos, acaba siendo un montaje donde el director no pierde el hilo que controla el sinuoso andar de sus escenas, y nos propone varios momentos que, al tiempo en que son fieles a su sello, aportan otras notas, otras atmósferas, al rostro actual de Teatro de la Luna.

Quiero agradecer el trabajo de los actores, quienes pasan sin trauma ni estereotipos de un personaje a otro, sin importar el sexo de lo que asuman, sino defendiendo sus historias como parte de esa cadencia lúdica de la puesta toda. Liván Albelo saca buen partido de ese lirismo que sabe aportar a sus roles, y lo que alguna vez alguien le criticara injustamente al respecto, es devuelto aquí como carta triunfal en su encarnación de la Cigarra. Yordanka Ariosa demuestra que, desde la contención, es tan atractiva y digna de encomio como desde la explosividad y desborde de sus caracterizaciones ya conocidas: no quiero decir ante ella que esto es un síntoma de madurez, sino de versatilidad, a fin de que sepa que redoblo ante su quehacer mis aplausos. Un poco menos relajado sentí, al menos en la función que pude presenciar, a George Luis Castro. Olivia Santana y Yaité Ruiz son dos presencias que devienen esenciales, junto a ellos, equilibrando con el carisma que poseen la estructura toda del montaje. Yaité simultaneaba funciones de este montaje con su protagónico en Chicago; Olivia llega a Teatro de La Luna tras asumir fuertes personajes en el Pequeño Teatro de La Habana. Ambas hacen lucimiento de sus facultades, y demuestran lo que pueden aportar a Raúl Martín y sus colegas por la precisión, organicidad, disposición al canto y el baile que las caracteriza. Da verdadero gusto comprobar cómo se integran a la poética del grupo, y crecen desde allí a nuevas posibilidades. En próximas funciones el elenco deberá ajustar los tonos de las acciones conjuntas, como el manejo de los calderos y demás implementos de cocina, que atentan contra el entendimiento de los diálogos por el excesivo volumen, que en una sala tan pequeña como la Llauradó, no tiene por qué llegar a ser tan elevado.

A la música de Diana Rosa Suárez y Yamilé Cruz debe no poco de su encanto El dragón de oro. Raúl Martín, acaso como tributo a su maestro Roberto Blanco, coloca a la vista del público a estas jóvenes que desde el piano y la percusión están pendientes al ir y venir de los actores. En momentos como el monólogo de Yordanka Ariosa, que narra el viaje de su personaje ya muerto a través del agua a su tierra natal, luz, acción, y banda sonora se combinan eficazmente. Como los ingredientes de un buen plato de comida china. O del buen teatro, que es a eso a lo que ahora nos invita este director. Ojalá se sucedan pronto nuevas funciones de esta obra de un autor cuyo apellido no podré nunca deletrear, pero al menos sí saborear de manera menos ingrata a partir de ahora. Quién sabe, a lo mejor un día llegamos a conocernos y pueda agradecérselo en una mesa del habanero Barrio Chino.