Teatro de la Luna: entre la razón y el delirio

Por Osvaldo Cano

Resulta infrecuente, en la escena cubana actual, regresar a un texto estrenado con anterioridad. Esta barrera suele tornarse más sólida cuanto mayor haya sido el éxito alcanzado por el espectáculo facturado a partir de él, e incluso robustecerse en correspondencia con la notoriedad de sus hacedores. No obstante, pasando por encima de tales prejuicios, Raúl Martín y Teatro de la Luna han vuelto sobre Delirio habanero. Al retornar a las tablas la pieza de Alberto Pedro – cuyo estreno mundial de la mano de Miriam Lezcano y Teatro Mío tuvo lugar en 1994 – demuestra que mantiene intactas su vigencia y capacidad de convocatoria.

La acción de Delirio… se ubica en La Habana en medio de la aguda crisis económica que asoló la Isla luego del derrumbe del bloque socialista.

Esta suerte de apocalipsis profano le acarreó a los cubanos toda índole de penurias. Las restricciones impuestas desde el exterior se multiplicaron alcanzando a poner en peligro la sobrevivencia del proyecto nacional. Nunca antes la condición insular se puso tan en evidencia como entonces. Tales circunstancias, a la par que impulsaron a unos a la búsqueda de nuevos horizontes, arraigaron en otros el sentimiento de pertenencia. Son estas algunas de las coordenadas que articulan la trama, como también clave imprescindible para penetrar la estructura profunda del texto.

No por casualidad el acontecer discurre en un ámbito depauperado y maloliente, lugar secreto, recinto sitiado e inhóspito que está al borde de ser demolido. Espacio clandestino y paradójico donde se bebe ron (¿Bacardí?) en plena ley seca, en el cual tres orates someten a discusión temas medulares de la política cultural cubana, al tiempo que evaden el hostil presente evocando una ciudad magnificada en medio de la cual serían reyes y reinas de un mundo de ensueño y promisión. Como puede apreciarse, el dramaturgo apuesta con éxito por un clima de identificación y suspicacia acudiendo a estas criaturas delirantes pero entrañablemente lúcidas.

En medio de un constante retozo con lo ambiguo y lo metafórico, Alberto Pedro pone a contender a tan peculiares personajes. Ellos, en parte por sus desvaríos o bien por su participación en una suerte de juego de suplantaciones, terminan por crear una doble ficción. Dicho de otro modo, la suya es una representación dentro de la representación en el cual los involucrados asumen roles o identidades ajenos a los propios. Benny Moré, Varilla y Celia Cruz (1), tres leyendas que han calado muy hondo en la sensibilidad y la memoria popular, son los íconos escogidos por esta tríada de megalómanos para exorcisar una realidad que le es adversa. Mucho de invocación y ceremonial hay en este pasatiempo, máxime si tenemos en cuenta de que ya han fallecido los tres suplantados (2).

Estrecha es la relación entre la situación dramática y los personajes concebidos por el dramaturgo. La paroxística imaginación de los protagonistas los conduce no sólo a sobredimensionar hasta la desmesura sus identidades, sino también a imaginar el bar como un sitio edénico y democrático, cosmopolita y exclusivo. Son sus anhelos y deseos más hondos que quienes los engendran. Ellos, seres estrafalarios, impostores, habitantes de la noche, alucinados que toman parte de un juego que les permite escapar de la aridez reinante, son al mismo tiempo portadores de impulsos, portavoces de añorazas, símbolos de castraciones y esperanzas colectivas. Su fabulación no es únicamente el fruto de sus psiquis enajenadas, sino también la proyección de los deseos temores de un grupo humano víctima del peligro y el acoso.

Contrario a lo que pudiera pensarse, los constantes desacuerdos y escaramusas que mantienen en tensión la relación entre El Bárbaro, La Reina y Varilla no constituyen el meollo de Delirio habanero. El verdadero conflicto de esta pieza enfrenta un “adentro” fabulado y cálido con un “afuera” agreste y hostíl. Alucinación/realidad constituyen aquí los bandos en pugna. La demolición del bar, que equivale a arrasar el espacio de la utopía, es otro de los ángulos posibles a la hora de intentar una lectura de esta obra.

En un plano alegórico apunta al diferendo entre Cuba y Estados Unidos, agudizado en medio de estas coyunturas. Osea, que Alberto Pedro – apelando a la ilusión y a lo subyacente – sigue el hilo de Ariadna que ha guiado a buena parte de la dramaturgia cubana a lo largo de más de un siglo para, al focalizar los dilemas o disyuntivas de un peculiar microcosmos, analizar con su acostumbrada capacidad de anticipación problemas medulares de su tiempo.

Si bien es cierto que el asedio y la precariedad no son exactamente cosa del pasado, también lo es que la tirantez e incluso la sosobra que invadió casi todos los rubros de la sociedad cubana en los 90, han disminuído obstensiblemente. Si a lo anterior sumamos el hecho de que, por naturaleza, el texto dramático apela a la parábola o a los subterfugios a la hora de plantear esta problemática, tenemos una de las principales causas de que – para el lector o el espectador de hoy – pase a un primer plano la discusión en torno a la legítima pertenencia a la cultura cubana de aquellos creadores pertenecientes a la diáspora. De hecho es precisamente este el rumbo que toma la puesta de Delirio habanero realizada por Raúl Martín.

El montaje lleva la marca de agua de su director. Una vez más Martín subraya los costados musicales del texto, a la par que enfatiza los elementos coreográficos esbozados por el autor. A esto se une la acostumbrada utilización de precisas cadenas de movimientos que, en este caso, apuntan tanto a la recreación de los tics o manías propios de cada uno de los orates, como a gestos o poses que caracterizaron a los carismáticos individuos que ellos creen ser. Tal insistencia en el aspecto melódico y, en cierto modo, en lo danzario, realza la espectacularidad de la propuesta por una parte, mientras que por la otra acentúa el carácter discontinuo de la fábula. Razones por las cuales aún sin llegar a convertir la pieza en un ortodoxo drama musical sí se le acerca bastante. Sólo que por esta causa se tiende a dilatar el tiempo de la representación que, dicho sea de paso, abunda en detalles prescindibles – muchos de los cuales parten de un texto apegado al leit motiv y la recurrencia – e incluso ajenos para espectadores de otros lares.

Otro aspecto destacable es el concienzudo trabajo con los actores, así como la coherencia y homogeneidad proyectada por una escena que renuncia a detalles naturalistas para apelar a la estilización, así como la concepción de un ámbito escénico capaz de crear un clima de precariedad y zozobra muy a tono con la situación dramática. Martín lleva a las tablas la pieza con habilidad y destreza. No se trata en esta ocasión de un texto complejo cuyos vericuetos filosóficos demandan un esfuerzo mayor del espectador. Todo lo que dice Delirio … es bien conocido por los asistentes a la platea. Lo que interesa y divierte es el modo en que esto acontece y la manera en que los miembros de Teatro de la Luna lo encaran y llevan a término. La puesta es sencilla, estilizada, rigurosa, precisa.

Martín apela a un diseño de vestuario que acude a la recreación de atuendos con características similares a los usados por los referentes reales, sólo que ajados por el tiempo y las contrariedades cotidianas. Más, en ocasiones, bien debido a la inclinación por el espectáculo, bien a causa de algún guiño, opta por vestir a los personajes de otro modo, como – por ejemplo – un enfermo o una estrella en plena actividad performativa. La banda sonora a cargo de Rafael Guzmán se vale, en lo fundamental, de varios de los más conocidos hits de Benny Moré o Celia Cruz. Una peculiaridad la distingue, resulta que en el original las acotaciones, en aras de enfatizar el tópico de la locura, advierten de la imposiblidad de escuchar la imaginaria orquesta. En cambio aquí, en consonancia con el énfasis en lo musical, ocurre todo lo contrario. La proposición de estados de ánimo que oscilan entre el jolgorio y la nostalgia, junto a la detonación de ruidos y sonidos provenientes de un exterior acechante, es otro de sus méritos.

La escenografía, que se destaca por la sobriedad y capacidad para dar solución a los problemas que confronta la Sala Adolfo Llauradó, se vale además de un mínimo de elementos que, como ya había apuntado, rehuyen el naturalismo inclinándose por la insinuación. Ejemplo de ello es el ciclorama que sirve para delimitar el espacio mágico del bar, el cual al tiempo que aporta impresiones de humedad o deterioro recrea el ámbito agreste y espectral del ruinoso recinto.

Las luces – que al igual que el decorado son obra de Martín – ambientan las diferentes zonas del escenario creando tonos, texturas visuales diferentes y acordes con la situación, atmósferas áridas u oníricas según los requerimientos de la trama. En otras palabras, el director es capaz de echarse sobre sus hombros numerosas responsabilidades para terminar por realizarlas con una inusual mezcla de imaginación y pericia.

El elenco alcanza un excelente nivel interpretativo. No hay dudas que los actores tomaron como modelo a pacientes aquejados por la megalomanía. En todos los casos las tareas físicas seleccionadas guardan estrecha realación con las dolencias psiquiátricas, los problemas existenciales, sueños y aspiraciones más urgentes de los peculiares personajes de Delirio …Más esto no deviene sinónimo de homogeneidad fatigosa y facilista sino todo lo contrario. La singularización de cada uno de los involucrados, a partir de partituras gestuales muy bien seleccionadas, como también de la interiorización, es un logro tanto de los comediantes como del director.

Laura de la Uz encarna a La Reina. Al igual que en la labor de sus compañeros se observa una dualidad en su faena cuya causa es la necesidad de explicitar tanto quien es como quien cree ser el personaje que representa. Un aire levemente paródico recorre su interpretación. Esto es particularmente visible en varios de los momentos en los que incorpora a Celia Cruz. En otras ocasiones asume tan difícil resposabilidad no sólo con seriedad sino también con rigor y brillo, llegando a su apoteósis en los fragmentos cantados, los que ejecuta con inusual pericia. La utilización de un modelo tan especial en lugar de erigirse en obstáculo deviene acicate para la actriz. De la Uz no se limita a tomar prestados gestos, entonaciones o poses de la popular cantante sino que los utiliza para, junto con un exquisito trabajo con la máscara facial, la voz y las acciones físicas, devolvernos una imagen atractiva y convincente.

A Mario Guerra le correspodió dar cuerpo a El Bárbaro, un alucinado admirador de Benny Moré que cree ser la rencarnación del prominente músico. En su caso, contrario a lo que sucede con La Reina, tanto la figura como la voz o el anecdotario del Benny son del conocimiento y disfrute de la inmensa mayoría de los cubanos. Tal contingencia actúa como la clásica arma de doble filo, pues si por su parte garantiza de antemano la comunicación, por la otra remite de inmediato a los receptores al modelo original entrando así de lleno en el terreno de las comparaciones. Guerra, lejos de amilanarse, utiliza esta particularidad en su provecho devolviéndonos una imagen del “Bárbaro del Ritmo” cercana a la rescatada por el cine o los kinescopios. Esto lo consigue con una pulcritud y limpieza realmente encomiables. El actor saca a relucir detalles claves de la conducta del enfermo que personifica, canta con afinación y soltura, baila incorporando elementos propios de la danza y la ritualidad afrocubana, a la vez que constantemente llama la atención en torno a su condición de médium o caballo. (3)

Para Amarilys Núñez el reto es doble. Ella asume a un hombre y a un orate que a su vez cree ser otra persona. Ingenuidad, un toque humorístico acentuado por el coqueteo con elementos paródicos, desplazamientos coreografiados, compulsión por el orden y la limpieza, coherente relación y manipulación de los objetos, son algunos de sus puntos de apoyo a la hora de encarar el rol de Varilla. Minuciosidad y sutileza devienen signos inequívocos de un desempeño que tiene como punto de partida a una personalidad menos conocida que las de sus compañeros. A pesar de que, por regla general, Varilla funciona como mediador y comodín del debate entre dos magníficos rivales, la actriz sabe sacarle partido a una criatura llena de ilusiones.

Con la puesta en escena de Delirio habanero Raúl Martín y Teatro de la Luna reaparecen luego de una prolongada ausencia. Siguiendo la fórmula que los llevó a protagonizar exitos memorables con montajes como La Boda, Electra Garrigó o Los siervos, todas de Virgilio Piñera, vuelven ahora para pulsar con éxito las cuerdas de la sensibilidad popular, sometiendo a discusión aspectos medulares de la realidad contemporánea con inteligencia y agudeza crítica. La excelente faena interpretativa, el diálogo expedito y franco con los espectadores, junto a la vocación y capacidad para inclinarse apreciablemente al género musical, el cual resulta una lamentable ausencia de la escena cubana de estos tiempos, hacen de este delirio una lúcida diatriba contra la miopía mental, al tiempo que divierte, emociona, solidariza y deviene un llamado al orden cuya vigencia resulta preocupante.

(1) Benny Moré y Celia Cruz son dos legendarios músicos cubanos. Mientras que él optó por permanecer en Cuba luego de 1959 y hasta su muerte en 1963, ella prefirió partir en busca de nuevos horizontes. Varilla por su parte fue un estelar cantinero de la conocidísima Bodeguita del Medio

(2) En el momento de su escritura y estreno (1994) Celia aún vivía, siendo su presencia en la isla posible aunque improbable. La puesta de Martín tiene lugar cuando ya todos los personajes en ella involucrados han fallecido.

(3) Caballo o poseso es aquel individuo cuyo cuerpo es habitado por alguna deidad o por el espíritu de un muerto.