DELIRIO HABANERO: CLARIDAD Y DESVARIO...

Por Karina Pino Gallardo

A cuarenta y tres años de la muerte de Benny Moré, el músico insigne de nuestros ritmos populares, y a tres del fallecimiento de Celia Cruz, icono de la rumba y la guaracha en Cuba, se vuelve a poner sobre la escena la tragicomedia musical Delirio Habanero. Alberto Pedro Torriente la escribe en 1994, año en que Teatro Mío la estrena bajo la dirección de Miriam Lezcano. Doce años después su texto sirve de inspiración a Raúl Martín y a su grupo Teatro de la Luna.

La propuesta del autor nace del rito, acude al rito, se debe a él. Tres seres coinciden cada noche en un espacio olvidado de la Habana de los noventa. El sitio se redimensiona en tanto acoge una triada de locos que construye su identidad tomando las referencias de Benny Moré, Celia Cruz y Varilla, legendario cantinero de la Bodeguita del Medio. La confluencia de estos seres provoca una situación de desborde onírico y, a la vez, de crudo rejuego con una realidad ríspida que ellos prefieren evadir: la realidad histórica, la social, la caótica, metaforizada en el estado de locura. El local (un bar clausurado desde finales de los sesenta) hace de madriguera, de cobija para un encuentro íntimo, necesario para la mitigación del ahogo, pero se convierte simultáneamente en el punto del cual parten sus espíritus de tormento, desbocados y expandidos siempre hacia afuera. Lugar de confesiones y también suerte de escenario, catapulta tres tendencias diversas al brillo, al protagonismo. Siempre de noche se conforma el encuentro, por aquello de que en la nocturnidad las cosas se ocultan mejor, siempre despacio y cautelosamente se ha de entrar al lugar que los propios personajes, bajo los nombres de Varilla, El Bárbaro y La Reina, han denominado Varilla’s Bar. Para entrar se exige una contraseña, para cuidar el lugar hay que callar su existencia. Nadie conoce lo que allí se oficia. El rito mantiene su sagrada naturaleza desde la ocultación. A partir de esta pauta comienza a perfilarse un juego con el anonimato que no se detendrá, dado específicamente por los constantes regresos de los personajes a su contradicción más aguda: la añoranza. Bien lo dice la Reina: Y eso que por lo menos yo ando de incógnito. Tengo que andar así, disfrazada, para que no me reconozcan. Bien lo dice el Bárbaro: El cementerio es mi casa, señora. Yo soy un muerto vivo. Bien lo dice Varilla: Pero tú sabes que la entrada es por allá atrás. Este es un lugar secreto.

Un manejo de identidades dobles se teje a partir de la necesidad de huir, de protegerse, que tienen estas criaturas enfermas y que espiritualizan un contexto histórico bien difícil. Afirman entonces el ensueño en tanto niegan la realidad más carnal que está aconteciendo, prefieren un pasado edulcorado, pero no lo hacen impulsados por la inconsciencia. Desde las mismas didascalias, el autor aclara que el tiempo corresponde a los años noventa habaneros y que los personajes no son los seres legendarios que dicen ser, sino otros, alejados en época y que el transcurso de la obra devela como orates alucinados. Mas, ¿dónde se marca la diferencia entre El Bárbaro y el Benny, la Reina y Celia Cruz, Varilla el que delira y aquel que hizo leyenda con sus tragos en La Habana Vieja? Pues, a decir de estudiosos, la obra se mantiene inconclusa, sin albergar un total desarrollo de las contraposiciones ser-no ser de cada cual y del enfrentamiento polar de cada uno con el otro, sobre todo de La Reina con El Bárbaro. El límite ciertamente se difumina, pero existe y aflora en los encontronazos. Sin embargo, para la verdadera consolidación de la obra es necesario el elemento onírico y ambivalente. El Bárbaro parece ser, pero no es ni será jamás Benny Moré. Lo mismo ocurre con los otros. Esta es la contraposición imprescindible en Delirio… Por otro lado, el sentido de las relaciones realidad-invención está, más que en el hallazgo de una personalidad genuina para cada uno, en la imbricación de un ser con otro, en el contrapunteo incisivo que se da al producirse el choque. Varilla, al respecto, pregunta continuamente: ¿Qué pasa aquí hoy? advirtiendo en el encuentro de sus dos compañeros el desequilibrio del universo creado, la llegada del caos destructor de su realidad otra, que es la más preciada. El Bárbaro y La Reina, desde su miticidad y su grandeza, se asumen extremos polares. Ella, llegada del exilio, ha venido por agua para no ser reconocida y anda de incógnito después de casi 35 años de ausencia. Él, muerto en Cuba, visiona multitudes, sueña con cantarle al pueblo, salir a la calle, ser reconocido. Ella se ve al margen de la vida bohemia: No soy farandulera. Soy mujer de un solo hombre, una mujer de su casa, y en la vida real, me gusta tomarme mi café con leche y acostarme temprano. Ni ando de bar en bar, ni bebo alcohol. Él pervive por su displicencia: Yo también sé lo que es no tener un centavo, andar de bar en bar con la guitarra. Eso no me preocupa. ¿Tienes un cigarrito por ahí? Una actitud ética opuesta, un concepto divergente de lo que es o puede ser la felicidad, los separa, además de la acción decisiva supuesta por el irse o el quedarse en un país que es de ambos. Varilla descubre en la música un punto significativo para unirlos, retomado una y otra vez por su imaginería, gracias al cual la historia encuentra zonas de distensión y equilibrio: Lo que tienen que hacer es ponerse de acuerdo. Él es el mejor y tú eres la mejor. Si logro lo que quiero con ustedes dos, en quince días el bar se hace famoso. A medida que se acerca el final de la obra, los personajes pierden su centro, su seguridad, gracias al choque. La mirada del otro los desarma, provocando una agresión recíproca que da pie al agudo reconocimiento del desvarío. Los personajes saben quiénes son, y más aún conocen quién es el otro, sin embargo, necesitan reconocerse en un plano aparencial, asumiendo su doblez con una conciencia extraordinaria.

Si fuéramos a preguntarnos por qué Alberto Pedro toma como referencia al Benny, a Celia, a Varilla, nos encontraríamos con la necesidad imperiosa de asideros espirituales en medio de un contexto ideoeconómico en crisis. Osado, en uno de los años más caóticos dentro del llamado período especial, el autor decide concretar desde la creación un encuentro entre zonas dispersas, proscritas, de la cultura nacional. El barman personaliza La Habana bohemia, llena de luminarias, clubes y bares, La Habana de seudorrepública, con su vivacidad ebria y trasnochadora. El Benny trae la imagen del populacho pero en su sentido menos burdo, la cubanía auténticamente construida, el desborde de genialidad por vía de lo sencillo y de lo asequible. Celia Cruz se toma no sólo por representar a un alto nivel la mejor tradición musical del país, sino por haberlo hecho desde el exilio. Así quedan aunadas so pretexto teatral, algunas de las más puras formas de expresión idiosincrásicas: la música, la nostalgia, el trago -Ron Bacardí-, la distancia. A sabiendas de una crisis de valores el autor crea seres irracionales, cuya locura los lleva a un punto de esplendidez a partir del cual abandonan su medio hostil para entregarse a la plenitud de experiencias inventadas. La orquesta que nadie oye sólo la dirige El Bárbaro, la siente él; La Reina improvisa su historia desde una llegada incógnita por un punto de la Costa Norte que no tiene por qué revelar. Varilla prepara sus tragos con esmero cual complejos preparados a base de ron Bacardí, cuando no es más que alcohol de quinta. Por eso, tras el mundo fascinante en que los personajes se mueven, subyace como elemento impulsor la frustración, determinada por una abierta necesidad de rescate y vuelta a lo que en verdad pertenece e identifica. La interpolación de temas medulares del repertorio de estos dos intérpretes es constante, usado también para marcar el dolor, la ausencia y el desamparo no sólo de las leyendas que el Bárbaro, la Reina y Varilla encarnan, y que encontraron olvidadas en la crisis del 94, sino de los propios personajes en delirio. Digo frustración porque el universo de sentidos que han cimentado está condenado a desaparecer desde el principio. En voz del Bárbaro y La Reina se escucha el dichoso mal agüero -van a demoler- que Varilla no quiere aceptar. Así se cierra el juego de enfrentamiento-evasión caro a cada personaje, se llega al imperfecto simulacro. Por otro lado, el hecho de la confluencia en un solo espacio es paradójico. El autor, ciertamente, les ofrece un lugar que es sólo de ellos, y que modifican al antojo de sus mentes enfermas, pero no hay que olvidar que es un sitio de encierro, donde están presos en sus propias alucinaciones y lejos del cual extravían su grandeza. Se encuentran en él porque es el recurso último, más que por una elección voluntaria. Los personajes, mientras crean, están huyendo, mientras se liberan, están presos. Es, por tanto, la situación límite la que articula el argumento, siempre presta a decantar en una explosión definitiva que llega con el derrumbe. No obstante, aún entre la demolición, surge algún elemento que soporta la irrealidad y otorga todavía el sentido utópico a la acción destructiva. Es el caso de la victrola, simbólico resto del pasado que inexplicablemente comienza a sonar en medio del caos. La voz de Benny Moré en su popular tema a los rumberos famosos proyecta la salvación última, potenciando una salida al ahogo, definiendo la supervivencia del elemento cultural. Así concluye el ritual de evocación que el dramaturgo crea. Así se nos da una de las metáforas del ser cubano de hace doce años y también de ahora: el hombre marcado por la carencia, el dolor y la gloria.

El Bar de Varilla.

La sala Adolfo Llauradó abre sus puertas al estilo de un auténtico bar de lujo. Un portero negro, vestido de rojo con guantes blancos, le da la bienvenida al público, tal como Varilla deseó. Es el encuentro primero entre el espectador y la representación, cuyos límites traspasan el edificio teatral. A partir de los anhelos del barman se diseñan los umbrales del teatro: en pequeños bares, camareros preparan el cubanísimo mojito y lo ofrecen al público, al tiempo que pueden percibirse a manera de propaganda de mediados de siglo pasado, posters inmensos con seres difuminados, que firman como El Bárbaro, La Reina, Varilla. En el acto de contemplar, de tomar el programa de mano que el portero ofrece y dar las gracias por su cortesía, de beber el trago -el ron -, se fija directamente la introducción del espectador al espectáculo. La música popular cubana de los años cincuenta urde el otro lazo que acerca la escena al público, otro elemento que en la puesta se hace reiteración, motivo. Luego, resulta familiar el conjunto escenográfico: un piano desvencijado, una maleta raída y tres banquetas de cantina. La música, la partida (o el regreso), el trago. Sobre ellos se cierne, a decir del autor, la pátina del tiempo. Desde el tratamiento consciente de la vejez, dado en texturas y tonalidades que simulan el polvo, el detenimiento de los años en un lugar olvidado, se crea el ámbito de deterioro. La apariencia es la de un sitio fenecido, pero otrora luminoso. De forma y carácter ritual, la representación invoca. Una actriz sale a escena y ejecuta el acto primero de todo el espectáculo: prender la vela. El rezo articula los nombres sagrados: Lilón, Mulense, Malanga, Palito, Chano Pozo, Varilla, El Bárbaro, la Reina, Alberto Pedro. Oración de dos significados, estrechamente imbricados: el respeto y la invocación a seres muertos, en vida ilustres indicadores de la calidad y riqueza de la música cubana (los cinco rumberos famosos) y el llamado místico a personajes de ficción antes de ser encarnados cual buenos egrégores (los tres personajes de Delirio Habanero). Mencionar al autor de la obra redondea la ceremonia, en tanto posibilita la extraordinaria relación irrealidad-realidad, muerte-vida, ausencia-presencia que estructura la obra y que hoy, muerto él, asume también al ser nombrado.

Amarilys Núñez, actriz y oficiante, encarna a Varilla desde una indiscutible experiencia en la escena y un depurado dominio del gesto y la dicción. El artificio en la intención la aleja del coloquialismo corriente y le otorga una espontánea grandilocuencia expresiva. Varilla fija con la maleta, su accesorio, un objetivo escénico: crear su bar. El trabajo con las botellas que saca de la maleta y que están llenas, a su decir, de Ron Bacardí, definen la razón de ser del personaje, su más cara obsesión. Las limpia con cuidado, las manipula hábilmente, las abre y las cierra una y otra vez como si oficiara alguna ceremonia. Y en medio de su ensoñación ha de defender otro objeto fundamental: el de sostener. Varilla no es un personaje diseñado para el brillo. A diferencia de La Reina y El Bárbaro, no canta, no baila, su vida no existe en los escenarios. Por tanto, la obra no le ofrece un protagonismo a base de despliegues espectaculares, sino por su acción mediadora, menos dada al enfrentamiento. Amarilys Núñez, no obstante, saca a su personaje de la penumbra, le concede el fulgor mediante la simpatía que sabe hallar en su trágica situación. A través de una pluralidad de matices que recoge, además de la tolerancia ante el conflicto, la burla, la violencia, la euforia, el desatino, la tristeza, el personaje se depura y crece. Siempre en escena (primero en llegar, último en abandonarla), funge de público a las actuaciones de sus visitantes; cuando las viabiliza, se complace, las admira, y en la complacencia sitúa su más activa función. Varilla se aparta, se conmueve ante el talento, pero jamás se le encuentra ensombrecido.

La Reina y El Bárbaro sitúan sus caracterizaciones sobre una febril actividad. Ninguno hace la contraseña necesaria para entrar al recinto, cada uno llega a él huyendo del otro, y al encontrarse, establecen una lucha agresiva y mordaz, una competencia ambientada espléndidamente por la música, el canto y el baile. A partir de este punto, el trabajo de Mario Guerra y Laura de la Uz (El Bárbaro y La Reina) adquiere un sentido espectacular. El actor toma directamente del Benny el timbre claro, los pasos sueltos a la hora de cantar, la amplitud del movimiento. Sin embargo, no es el personaje una seca imitación. El Bárbaro se disecciona: a un tiempo es el Benny, a un tiempo, el loco que alucina. En un trabajo de altísima densidad, Mario busca la esencia del enfermo, del irracional, revelada a través de la personalidad del gran músico. Lleno de tics, de movimientos ansiosos, de diálogos consigo mismo, el personaje pauta una suerte de desesperación. En los momentos del canto el actor abandona los desvaríos y se muestra dueño de la escena al estilo de Benny Moré, asumiendo con una sorprendente fidelidad su afinación y sus famosos ademanes para dirigir la orquesta. Asimismo, la maestría del intérprete se consuma en una escena en solitario en la que, a suerte de maniático, presa del verbo incoherente, de una persecución imaginaria, invoca a los cinco rumberos desde el trance. Alejada de cualquier facilismo, la interpretación se alza veraz, profundamente marcada por una mezcla de impulso y retraimiento, voracidad y mesura.

A diferencia de los otros actores, Laura de la Uz asume un rol que tiene, entre otros, el deliberado fin de divertir. En la irrupción explosiva, en la abierta extravagancia que roza con el ridículo, Laura encuentra la esencia de un personaje lleno de contrastes. Erigida desde una suerte de perspectiva de la vorágine, La Reina se muestra arrolladora, simpática, luminosa, pero inmersa en la paradoja de saberse oculta y clandestina. Dolida por no poder cantar ante el pueblo, enfrentada al Bárbaro porque le ve morir lentamente trago a trago, a Varilla porque su ron no es Bacardí sino alcohol barato, inmersa en la búsqueda desesperada de un buen par de zapatos que no le aprieten los pies, La Reina es un ser sumamente contradictorio. Del rictus exagerado que recuerda a una expresiva Celia Cruz, el comentario incisivo, matizado ingeniosamente, el andar choteado y la mezcla de actitudes pueriles, prepotentes y burlescas, se vale Laura de la Uz para lograr auténtica simpatía. Por otro lado advierte pequeños trances, suerte de regresión a circunstancias hirientes, de descalabros que terminan por descomponer la gracia de su porte y le otorgan el toque de tragicidad. Virtuosa, la actriz realiza uno de estos encuentros ataviada al más despampanante estilo de Celia, e interpreta uno de sus temas. En admirable despliegue de sus capacidades para el canto, la actriz encuentra una tesitura muy cercana a la de Celia, quien luego se escucha para propiciar el dramático y aplastante choque asumido por La Reina con amargo y desconcierto. Vistoso, grácil, despampanante, el personaje está pensado para el fulgor. Así nos lo muestra su intérprete, que se consagra en un trabajo de elevada dimensión, extraordinariamente enriquecido.

No sólo porque la labor actoral tiene una impresionante calidad es que hago particulares consideraciones de los actores, sino porque es Delirio Habanero una obra que, dada la complejidad de sus personajes, fuertemente se sustenta sobre el intérprete. Sin embargo, y muy en particular en el caso de este montaje, la labor histriónica se halla definida por la naturaleza de los ámbitos, es decir, el modo específico en que la atmósfera dramática ha sido pensada. El director concibe su puesta en escena a partir de un sentido espectacular hacia el que guía cada elemento conformador. Delirio Habanero es, sobre todo, un espectáculo, entiéndase la acepción más estricta del término, asociada al esplendor. Y como hilo estético resulta la búsqueda de impecabilidad y redondez cernida sobre el diseño de personajes, de vestuario, de escenografía y luces, incluso de la recontextualización de sentencias que se modifican en concordancia con el tiempo que corre. El uso de canciones inmortalizadas por Benny y Celia Cruz es una suerte de leit motiv que acerca la obra a la mejor tradición de teatro musical conocida en Cuba. La música domina, define y une, y un uso reiterado de ella la manifiesta como una zona de neutralidad, nunca invadida por divergencias ideológicas o culturales. Es el sitio de la verdadera asimilación de tres seres sabidos cubanos, y que allí encuentran una exhuberante salida para sus limitaciones. Asimismo, la luz se yergue como un elemento empático al ámbito artificial, grandiosamente dimensionado. La creativa combinación de los azules para el trance, los blancos sobre todo en situaciones de aplaque que busca Varilla, la semipenumbra para escenas aparentemente mesuradas, halla un profundo sentido caracterizador a partir de la situacionalidad propuesta por los personajes. Hacia el sentido grandioso y trascendente del espectáculo se guía el uso de luces negras que trastocan en siluetas los cuerpos de La Reina y El Bárbaro en movimiento. Al mismo fin el cenital que engrandece la figura de La Reina en su virtuosa interpretación a dúo con Celia, dejando a oscuras la escena, así como el ámbito opaco y ambiguo para el despliegue corporal del Bárbaro mientras guía los compases de su orquesta. La escena aún se magnifica un poco más desde la intermitencia del gran letrero: Varilla's Bar.

Sobre un enconado regodeo en la tragicidad cubana se gesta Delirio Habanero. Visualiza el olvido y la diáspora como dolorosos recodos de nuestra historia y, con ellos, la diseminación cultural. Hoy están muertos Varilla el cantinero de lujo, Celia Cruz La Reina de la Salsa y Benny Moré El Bárbaro del Ritmo. Se cierra el rito para no volverse a oficiar más, dolorosamente demuelen, los tres seres se esfuman al estilo de tres apariciones. Delirio Habanero es también, y sin embargo, el reclamo de perdidas utopías. Un sublime conducto para el reencuentro con lo que constituye heredad y tradición. La necesidad de reconocer nuestro largo desvarío. El hecho sagrado termina al fin, con la vuelta a las invocaciones, con el lento apagón, la vela prendida y la clarísima voz del Benny que sentencia como impulsado por el alma de una multitud: ¡qué sentimiento me da!