DELIRIO HABANERO CALIENTA LAS TABLAS DEL FESTIVAL DE SANTO DOMINGO

Por Vivian Martínez Tabares

Ya está a las puertas la V edición del Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo que, en esta ocasión, bajo la guía del dramaturgo y director quisqueyano Reynaldo Disla, reunirá entre el 9 y el 19 de noviembre una muestra de la escena contemporánea, con énfasis en Latinoamérica y con una nutrida representación cubana, elegida por Disla a partir de su presencia en la Temporada de Teatro Latinoamericano y Caribeño Mayo Teatral 2006, de la que también escogió otras presencias.

Acerca de los objetivos del Festival, los organizadores han declarado: “Nos proponemos, a través de este V Festival Internacional de Teatro, propiciar el intercambio con las corrientes actuales del teatro latinoamericano y caribeño, contribuir a la actualización de los participantes en cuanto a las técnicas y herramientas de expresión dramática, promover el teatro dominicano y cumplir con el derecho de los ciudadanos de nuestros país de presenciar espectáculos teatrales de alta calidad.”

La presencia cubana estará integrada por los colectivos Argos Teatro, con la muy premiada Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, Teatro de las Estaciones, de Matanzas, con La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, el Teatro Nacional de Guiñol con La República del caballo muerto y Canturía en clave de títeres, interpretada por Armando Morales, Teatro del Caballero con De París un caballero, y la narradora oral Mayra Navarro que lleva dos de sus contadas.

Como una avanzada del Festival, prevista por la Secretaría de Cultura de la media isla caribeña para ir calentando el ambiente teatral de la ciudad, ya está en Santo Domingo los integrantes del Teatro de la Luna quienes, bajo la dirección de Raúl Martín, presentarán al público de la capital tres funciones de "Delirio habanero" en una institución emblemática de la cultura dominicana, Casa de Teatro, conducida desde hace treinta años por el incansable promotor Freddy Ginebra.

Otro Delirio habanero

El segundo montaje entre nosotros de la pieza de Alberto Pedro –el primero, a cargo de Miriam Lezcano con Teatro Mío se estrenó en 1994 con la decisiva participación del autor-- llega a Santo Domingo apenas unos días después del éxito rotundo alcanzado con su participación en el Festival de Teatro de Camagüey, donde recibieron premio de puesta en escena y para el desempeño de sus tres actores Laura de la Uz, Amarilys Núñez y Mario Guerra.

Alberto Pedro Torriente es --aunque desde hace poco más de un año no nos acompañe--, una de las voces más importantes de la dramaturgia cubana contemporánea. Autor de "Weekend en Bahía", "Manteca" y "Delirio habanero", entre casi veinte obras estrenadas dentro y fuera de la Isla, indagó en temas como la identidad, la migración y las fronteras físicas y culturales.

En "Delirio habanero" la trama revela posesión y suplantación, realidad e imaginería, mito e historia, lucidez y locura. Un trío de personajes emblemáticos protagoniza cada noche un encuentro que es fiesta del espíritu y especial realización para cada uno. Son ellos La Reina ?de la Salsa?, una mujer que dice ser Celia Cruz, figura singular, exiliada política en los Estados Unidos desde principios de los años 60; El Bárbaro del Ritmo?, nuestro sonero mayor Benny Moré, mito popular indiscutible, paradigma de la cubanía y muerto en plena fama, en La Habana hace cuarenta años, y Varilla, “el mejor cantinero de lujo que haya conocido la ciudad” para deleite de los asiduos al famoso bar La Bodeguita del Medio.

El delirio es el ámbito voluptuoso y de evocación de La Habana nocturna y bohemia que fue, espacio de lo posible y lo imposible y, sobre todo, pretexto para oficiar un ritual de la memoria y revivir o reinventar hitos y esencias que exaltan la espiritualidad necesaria.

El texto es una rara avis, la acción a ratos parece estancarse, el tono cambia abruptamente y los personajes giran en círculos. El discurso fragmentario deja asomar delirio de grandeza, de persecución, misterio, rivalidades, confluencias y disidencias, pero sobre todo el reconocimiento de la cultura como instancia de afirmación y unidad más allá de fronteras y extraterritorialidades.

Los tres únicos personajes están construidos en una dimensión dual y ambigua, de transfiguración y cuestionamiento del otro, que propicia una reflexión en torno al sentido de la identidad --"¡Yo sí soy yo! ¡Yo sí soy yo!", se ripostan uno al otro Celia y Bartolo--, y potencia un juego de alternancia actoral lleno de posibilidades. La Señora y el Bárbaro son y no son quienes dicen ser, Varilla oscila oportunista entre afirmaciones nacionalistas, racistas o igualitarias, la banda gigante del Benny con sus trompetas y metales es sólo un sueño tras las luces de colores, el Varilla´s Bar no pasa de ser una quimera entre viejas tablas, polvo y ratones del local clausurado, pero la música cubana está viva.

Si la acción escénica está vista desde un tiempo impreciso, la recepción del espectador –tanto en 1994 como hoy-- la concreta desde la perspectiva de estos años, primero en las extremadamente difíciles circunstancias que vivió Cuba en los años 90, en las cuales la aparentemente frívola añoranza de bares y vida alegre, metaforizaba además otras ansias y aspiraciones del hombre común. Desde necesidades acuciantes de la inmediatez material hasta un amplísimo espectro de sueños truncos, padecidos por los avatares de la historia, que hereda de la condición colonial y neocolonial el brutal hostigamiento del Imperio frente a la defensa de la soberanía nacional. Entonces y ahora aflora también la lucha por la sobrevivencia de un proyecto de justicia social y la nostalgia por la música cubana toda –que simbolizan como emblemas Celia y el Benny--, defensora de un clima de comprensión más allá de diferencias políticas.

Los personajes marcan fronteras físicas para defender su espacio utópico, su refugio de la cotidianidad y lugar de ensueño y encuentro efímero que les permite realizarse más allá de la muerte de uno y de la lejanía real –y luego muerte-- de la otra. Ante la insistencia del Bárbaro en que el supuesto bar va a ser destruido, Varilla responderá ciego y sordo a la crudeza de la realidad y las escisiones históricas por razones de la política y la ideología: "Lo que pasa allá afuera no nos importa. No quiero oír hablar más de hambre, ni de derrumbe --[también alude muros, sistemas]-- ni de desgracia. Tenemos un bar. Tú eres tú, yo soy yo y ella es ella. Tenemos un bar." Porque el bar es aquí --como el puerco en Manteca-- una suerte de utopía compartida a la que los personajes se aferran, para proponer --como en aquella-- una suerte de salida a la crisis a partir de iniciativas y esfuerzos personales.

La angustia existencial y el vértigo que causa en el ser humano la pérdida de la utopía, del rumbo hacia la búsqueda de la realización plena, y la defensa de una utopía a veces compartida y otras veces personal, abstracta o imaginada, es el gran tema de Alberto Pedro. Esta búsqueda anima lo más terrenal pero también lo más evanescente del Bárbaro, la Señora y Varilla.

Al final, el autor subvierte, recontextualiza o relativiza signos conocidos de la dramaturgia cubana precedente: esta vez el anuncio de demolición con los faros de los camiones y el sonido de los buldózer no sólo será señal de la irrupción del mundo nuevo; para los de afuera será la vía salvadora y el medio de acabar con el barrio insalubre; para los tres pobres seres en su encierro será el peligro que se cierne sobre la llama del espíritu que anima noche a noche sus fantasías.

El autor polemiza, provoca reflexiones y no ofrece puntos de vista concluyentes. Su mirada enfoca el desencanto común a estos tiempos pero defiende y afirma --con la conocida vocación popular del cantante-- las conquistas sociales del proceso revolucionario.

Si la puesta inicial de Miriam Lezcano y Teatro Mío se movía en un margen de ambigüedad, según el cual los personajes eran y no eran El Bárbaro, La Reina y Varilla --por obra de la ficción los hacía revivir y unirse o ser “encarnaciones” en cuerpos de admiradores o fanáticos--, en notables actuaciones de Jorge Cao –luego Bárbaro Marín-- Zoa Fernández y Michaelis Cué; la propuesta de Raúl Marín –muerta Celia e historizadas algunas circunstancias socioeconómicas-- define claramente a los personajes como extraviados, que padecen distintos tipos de delirios, a partir de investigaciones en el terreno de la psiquiatría que realizó cada uno y que se traducen en comportamientos de expresiva performatividad. Seguras en organicidad y proyección resultan las apropiaciones de Mario Guerra, Laura de la Uz y Amarilys Núñez.

Mario Guerra proyecta su muerto vivo desde la memoria de quien fuera notable músico, carismático artista e ídolo de multitudes, se apropia de su gestualidad, fijada para la posteridad en quinescopios que le muestran en pleno al frente de su banda, y le incorpora una dolida vida interior, el desasosiego de quien ya no puede alcanzar la plenitud. Laura de la Uz exhibe un insospechado y exuberante histrionismo, se muestra simpática o zafia para perfilar las transiciones de su personaje, disparatado y tierno a un tiempo. Y Amarilys Núñez, como Varilla, sabe enaltecer a su barman, angustiado artífice de la quimera que reúne a sus admiradas estrellas, un personaje menos agraciado y sin el referente glamoroso de los otros, que la actriz llena de vida.

Ambos montajes reforzaron el rico juego entre líneas que apunta el texto y que en escena se completó por el público con su actitud cómplice, a pesar de que nunca se viola la cuarta pared. Alusiones en lenguaje directo o irónico a manifestaciones de la realidad que comportan contradicciones y conflictos --"Hace cinco años que tengo los mismos zapatos" o "Esa señora no puede ser ella, porque le falta sabor y porque ella no puede estar aquí"--, completaron su propósito de incitación a la polémica con las reacciones activas del espectador.

Los huecos aparentes en la composición, deliberados "pasajes en proceso" del modo de escritura del dramaturgo, se resuelven en ambas representaciones con hallazgos proxémicos y gestuales. Los actores que asumen al Benny incorporan gestos propios y vestuario caracterizador: sombrero de jipijapa, bastón e impecable traje blanco de larguísimo saco y pantalones de batahola, pero sobre todo una actitud que revela el carácter díscolo y genial del músico. Celia Cruz anda de incógnito, ha desembarcado directamente de los Estados Unidos "guiada por la mismísima Virgen de la Caridad hasta un punto de la costa norte" que no tiene por qué revelar. Su atuendo es el de una vedette de pacotilla, --la "rumbera mala" del Rumba Palace, como la califica Bartolo--, explosiva en colorido visual y choteo, rebosantes de histrionismo y cubanía.

Delirio habanero es afirmación y fuga, viaje mítico de la cultura que se despliega en nuevos espacios y pasa por encima del tiempo, defensa de la identidad como un proceso en reformulación permanente, móvil y dialéctico. La reconstrucción de los mitos confirma la observación de Arcadio Díaz Quiñones cuando apunta que “es posible guarecerse en lugares frágiles y hacerlos habitables, mientras estén cargados de recuerdos que hagan posible tejer constantemente lo nuevo.”

Antes Teatro Mío –que recorrió con Delirio… escenarios de Cuba, España, Venezuela, Colombia y México-- y ahora Teatro de la Luna, --que ya ha cumplido en la Sala Adolfo Llauradó una temporada de treinta funciones a teatro lleno-- proponen un debate sociocultural que confirma la confianza en el teatro como instancia de autorreconocimiento e incidencia transformadora de los conflictos del hombre contemporáneo. La presencia en la capital dominicana será su primera prueba de fuego con otros públicos.