EL REGRESO DEL BARBARO Y LA REINA

Una esclarecedora obra habanera escrita hace doce años da luces sobre el presente

Por Dino Starcevic

Si hay lugar en el mundo donde es posible tener nostalgia del futuro es en la Cuba de hoy. Tres espacios de tiempo (ayer, hoy, mañana) se mezclan para dar a la nostalgia una dimensión todavía más paradójica: se trata de una nostalgia heredada, como la define con agudeza Raúl Martín, hombre de escena, director del Teatro de La Luna, que protagoniza junto a sus actores uno de los éxitos de taquilla más destacados hoy en Cuba: el montaje de Delirio habanero , del dramaturgo Alberto Pedro (1954-2005).

Una reciente visita a La Habana me permitió entrar en contacto con ese fenómeno de las tablas. En una noche habanera de diciembre, en una vieja casa señorial de El Vedado adaptada para ser sala de teatro, una multitud variopinta se abalanza sobre asientos asignados y no asignados (sillas de plástico puestas en cada espacio disponible).

La obra fue escrita hace doce años pero parece hecha justo para esta coyuntura histórica. No importan los años, porque hace casi medio siglo hay en Cuba una dimensión que vive detenida en un espacio-tiempo que los sarcásticos de Les Luthiers llamarían “añoralgia”, una añoranza teñida de nostalgia en tono de melodrama.

El director de la obra, Raúl Martín, reconoce el fenómeno: “A partir de la descomunal diáspora de los cubanos nos hemos vuelto muy nostálgicos, y los más jóvenes han heredado de los mayores esa nostalgia casi desmedida”.
Y la mejor prueba de lo que dice estaba a dos butacas de la mía en aquel teatro de La Habana: Adrián, de 22 años, estudiante universitario. No conoció esa Cuba de nostalgia, que lo supera por casi tres décadas, pero ha visto la pieza diez veces y la sigue aplaudiendo de pie, como ocurrió con Camagüey entera cuando se presentó allá en su afamado Festival de Teatro.

Escrita en 1994, Delirio habanero se apodera de lo mítico para renacer ahora en manifiesto. En un viejo edificio clausurado desde 1967 tres locos se reúnen noche tras noche a la espera de una supuesta reapertura de un bar fabuloso que cumplirá sus sueños. En su delirio, creen ser quienes piensan: Varilla , emblemático cantinero de La Bodeguita del Medio en La Habana prerrevolucionaria, y las dos grandes leyendas de la música cubana, Benny Moré y Celia Cruz.

Los tres viven su delirio: Varilla obsesionado con ser dueño del lujoso bar, El Bárbaro alucinado de quien se apoderó un espíritu (Moré) y La Reina (Cruz) que cree haber regresado clandestina del exilio por un punto de la costa norte. La obra es el escenario para desatar su locura, en la que se disfrazan las claves para un destino colectivo.

Los personajes viven atrapados en un espacio aparentemente sin salida y en el que dan vueltas de manera obsesiva, algo que de por sí recuerda la condición insular de una Cuba sellada hace décadas. En ese ambiente enajenado, los tres revelan sus angustias, grandezas, pequeñeces, visiones y persecusiones, que al final son las mismas de todos los cubanos.

La obra se afinca fuerte en la tradición cubana, presente en dos ejes-culto: los emblemas de la música cubana, el son, el bolero, la guaracha; y la santería, con Celia, Benny y Varilla vueltos orishas , espíritus que no mueren (la esperanza), que pasan de un cuerpo a otro (tradición). “Hay espíritus que no pueden enterrarse”, grita El Bárbaro en escena, y no hay modo de estar en desacuerdo.

“La música siempre ha sido una vía para expresarnos, pero también para que se expresen nuestros santos, nuestras deidades –como diría un verdadero creyente–; ese es el carácter ritual y religioso que hay en la obra desde el inicio, y es que Benny y Celia contaron sus vidas y sus creencias con música, siempre con música”, asegura Martín.

Cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón… El autor, Alberto Pedro Torriente, salió de la Escuela Nacional de Arte de Cuba, sus primeras piezas dramáticas fueron estrenadas por colectivos como Cubana de Acero y el Teatro Político Bertold Brecht, y desarrolló una destacada carrera académica en Dramaturgia e Historia del Teatro y como guionista para la televisión y el cine.

Fue fundador en 1987 (con su esposa Miriam Lezcano, notable directora teatral) del grupo Teatro Mío, y sus obras han sido objeto de montajes en Estados Unidos, Canadá, España, Francia, Colombia, Venezuela y Uruguay, entre ellas Tema para Verónica (1978), Lo que sube (1979), Finita Pantalones (1981), Weekend en Bahía (1987), Pasión Malinche (1989), Desamparado (1991), Mestiza (1992), Manteca (1993), Caballo Negro (1996), Mar nuestro (1997), Paso de dos sobre el muro (1998), Amargo pero vivo (1998), Esperando a Odiseo (2001), El banquete infinito (2003) y Las lágrimas no hacen ruido al caer (2004). Pedro Torriente falleció en La Habana en junio de 2005.

Su Delirio ha sido retomado ahora por el Teatro de La Luna y su fundador, Raúl Martín. Habanero nacido en 1966, es graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Teatro en 1987 y director teatral del Instituto Superior de Arte en 1994, mismo año en que Pedro estrenaba la obra.

Es hombre de teatro, sin duda: actor, director, diseñador de vestuario, escenografía y luces, ha impartido talleres de actuación y desarrollado su labor con diversos grupos de teatro y danza. En su currículo figuran 17 puestas en escena, diez coreografías, numerosas giras y más de 30 festivales y eventos tanto en Cuba como en el extranjero.

En 1997 fundó el Teatro de La Luna, una de las agrupaciones punteras de Cuba, y responsable de llevar a las tablas el Delirio que nos ocupa, y con la que se encuentra actualmente de gira en Chile.

“El Teatro de La Luna rápidamente se convirtió en aglutinador de un talento joven de innegable relevancia en el panorama del teatro contemporáneo cubano, y en poco tiempo creamos un numeroso público que nos sigue invariablemente en lo que hacemos”, asegura su director general para explicar el boom gestado por la agrupación.

“Exploramos el camino de lo musical, lo coreográfico y la connotación sicológica de la indumentaria teatral, a través de su color y factura. Tenemos un marcado sentido de la colectividad, pero también un notable desarrollo del proceso de creación de roles por parte de los actores, lo que ha permitido el destaque de figuras cuyo desempeño también sigue nuestro público”, puntualizó.

Late y sigue latiendo, porque mi tierra vida le da… El Teatro de La Luna se ha puesto como meta dar prioridad a la dramaturgia cubana, y en especial a la obra del grande que fue Virgilio Piñera, de quien han montado La boda , Electra Garrigó , Los siervos y El álbum.

Apenas el año pasado, la crítica se llenó de alabanzas al montaje de la obra de Alberto Pedro a manos de Martín y su grupo, desde los sitios web de noticias hasta los diarios oficiales del régimen, Granma y Juventud Rebelde , que hablaban de un inteligente y lúcido delirio, un homenaje potente a la cultura de lo cubano, y un estruendoso éxito basado en un extraordinario texto original.

El diario Juventud Rebelde asegura que “el punto fuerte del espectáculo son las actuaciones (…) el inteligente y desgarrado duelo de Laura de la Uz, Mario Guerra y Amarilys Núñez”, y no hay duda de ello: los tres son la columna vertebral de ese tejido de teatro musical que suena tanto a nostalgia como a provocación política, en el momento histórico que vive Cuba.

Núñez, que da vida al cantinero Varilla en la pieza y nacida en 1968, es una de las actrices más reconocidas en Cuba, cuya carrera incluye teatro, cine y sobre todo televisión. El rostro de Laura de la Uz (nacida en 1970 y que encarna en la obra a La Reina) es quizás el más conocido fuera de Cuba, por su trabajo en películas como Hello, Hemingway , Historia de un amor adolescente o Madagascar.

Entre la vorágine de ambas mujeres está Mario Guerra (en la obra, El Bárbaro ), nacido en 1960, con una extensa carrera teatral, televisiva y en el cine, cuyo más reciente logro fue su participación en la cinta El Benny (2005), biopic sobre Moré aclamado por la crítica internacional y en la que Guerra interpreta a uno de los compañeros del mítico músico cubano.

La evocación de personajes reales en la figura de dementes “son idóneos para aportar el drama y la temática que Alberto Pedro quería poner sobre las tablas: la diáspora cubana, la patria por encima de fronteras, la nostalgia por una Habana pasada… pero a la vez llamar a la reconciliación, hablar de intolerancia, explicarse a través de la universalidad de nuestra música popular”.

Pero llegará el día en que mi mano lo encontrará… Gran parte de la carga emotiva de la obra recae en la fuerza de esa música cubana tan eterna como reveladora. Los actores crean la atmósfera de delirio y nostalgia apoyados en la música del Benny y Celia, no solo como fondo sino como intérpretes: Guerra y De la Uz cantan las piezas emblemáticas de sus personajes con el mismo arte con que actúan sus líneas, reencarnan en escena a El Bárbaro del ritmo (Moré) y a la Reina de la Salsa (Cruz), arrastrando en su locura y música a un público de por sí preparado para lo emocional.

Con ellos, la música se convierte en pelea de titanes (hacia el final, en una escena a contraluz que recuerda las figuras del teatro balinés), en reconciliación de amantes (el dúo ahora imposible entre Moré y Cruz) e incluso en código político para el público cómplice que entiende y aplaude: Laura de la Uz entra a escena en una evocación onírica de los emblemáticos vestidos de cuando Celia era la Guarachera de Cuba , peluca gigantesca y bandera tricolor estampada en el traje para cantar los versos del recordado bolero… “todo volverá con la vieja luna…”

El tema del retorno es uno de los grandes ejes de la obra. Vuelven los mitos montados en la locura de los personajes, y asistimos en escena a una invocación no solo de lo nostálgico que se fue (la referencia mordaz a la época en que el mojito se hacía con ron Bacardí y sabía mejor, o a cuando en Cuba “había” cosecha azucarera), sino a lo que pronto regresará, coyuntura que no puede ser más apropiada. “Cuando abramos otra vez el bar volverán los músicos, volverán los clientes, volverá la fiesta, volverá la alegría”, repica una y otra vez el loco Varilla en su delirio.

La fuerza interna de la obra, dice Martín, nace de los conflictos que plantea, profundamente humanos y tremendamente universales. “Toca las fibras más sensibles de la existencia, nos habla de desencuentros y reencuentros, de delirios llenos de poesía, sueños y utopías en un mundo tan hostil como el se les viene encima a estos seres que protagonizan la historia”.
“En esta “vida real” al loco se le perdona lo que dice, pero en la otra “realidad” que es el teatro el público entra en el juego de interpretación de los locos, y sabe que es la voz del autor, del director, de los actores, que le dicen las mayores verdades, haciéndose los locos”.

Lo dicho, no hay modo de estar en desacuerdo.