DELIRIO HABANERO: OTRO ELOGIO DE LA LOCURA

Por Ernesto Fundora

Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien, por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios.

SIGMUND FREUD. «El malestar en la cultura»

Ha regresado Teatro de la Luna a los escenarios de la Ciudad. De esa misma Ciudad que teje y desteje a un tiempo su historia, la Ciudad donde tomaron cuerpo el delirio de venganza de Electra Garrigó, el delirio de servilismo de Nicleto o los delirios de fabulación de El Enano, la Dama del Álbum o Santa Cecilia. Y para su nueva entrega, el colectivo que dirige desde su fundación Raúl Martín ha trabajado sobre Delirio habanero, de Alberto Pedro, texto que estrenara Teatro Mío en 1994 bajo la dirección de Miriam Lezcano.

Director y dramaturgo ya habían iniciado una hermosa afinidad a la que debemos la versión definitiva de El banquete infinito, reescrito expresamente para el elenco de Teatro de la Luna, que tuvo a su cargo una lectura de la obra en julio de 2005, dentro del ciclo que coordina la revista tablas. Por eso Delirio habanero es también un homenaje a Alberto Pedro, justo cuando se cumple un año de su muerte.

Frente a las pretendidas «deficiencias» o «vacuidades» que le han sido achacadas, me gusta pensar a Delirio… como un texto que hereda una larga tradición teatral, la filtra por las obsesiones temáticas de su autor y las devuelve en un producto donde lo sinuoso de sus conflictos, lo que yace oculto detrás de lo más aparente, lo que no se dice, posee una fuerza teatral de magnitudes insospechadas. Porque en Delirio… confluyen, entremezclándose sucesivamente con las alternancias entre ilusión, apariencia y enigma, las claves que vertebran en secreto buena parte de la dramaturgia de Alberto Pedro. En sus obras, la nocturnidad es una constante temporal. Weekend en Bahía comienza en la madrugada y termina al amanecer. Manteca transcurre en la última noche del año, como también es la noche el único horario en que criaturas semejantes a la protagonista de Madonna y Víctor Hugo son aceptadas. También en El banquete infinito las horas de la madrugada son de vital importancia para los rejuegos de poder que traman sus personajes. En Delirio…, que igualmente discurre en ese horario, al amanecer, junto con la luz del sol, también llegarán los demoledores.

Si en el ámbito temporal se privilegia la noche, desde el punto de vista espacial usualmente las piezas de Alberto Pedro se ubican en locales cerrados: la fábrica de Finita Pantalones, el dormitorio de Esteban, el hermético apartamento de Celestino, Dulce y Pucho o la Sala de Gobierno donde transcurre la acción de El banquete… También podemos encontrar lugares abiertos como la simultaneidad de locaciones en que transcurre Tema para Verónica, la azotea de Kiko Palomo o el malecón en Madonna… Pero se trata de una apertura relativa. Cuando el espacio se abre, es para establecer un contraste con la opresión psicológica que corroe al personaje protagónico. Así hallamos los tropiezos de Verónica para lograr ser aceptada por sus compañeros de estudio o mejorar las relaciones con su madre, la rancia angustia de Kiko por la incertidumbre sobre el destino de su hijo o el sigilo con que se mueve Madonna.

Como en Manteca, Delirio habanero se construye a partir de la interacción dialógica de tres personajes. Ese tercero es como un «tercer ojo», tercero y al vez único, no negociable –en este caso, Varilla–, que alternativamente irá inclinando la balanza a uno u otro lado de los polos en oposición, generando o acrecentando el conflicto a medida que la obra gane en intensidad.
El proceso de montaje transcurrió en el cine Pionero, donde aún pueden verse los escombros apilados a la entrada que recuerdan el estado de deterioro del inmueble, donde hubo al principio olor a ratón, donde todavía permanece el techo agujereado… una «nave clausurada» en pleno centro de La Habana. Llegar todos los días hasta allí, darle la espalda al mundo para rearmar la fábula una y otra vez, enfrentarse al aislamiento del encierro consciente y a la perversidad de las limitaciones conocidas, permearon favorablemente el alumbramiento de Delirio… Y todas las texturas, todos los olores, sonidos y silencios de esa «pobreza irradiante» –para decirlo en términos lezamianos–, han quedado inscritas, a no dudarlo, en el cuerpo y la memoria de los actores, esos «seres maravillosos», como los llamaba el maestro Roberto Blanco.

En la puesta de Teatro de la Luna la enunciación comienza a construirse desde mucho antes que el espectador entre a la sala. Un portero negro, con guantes blancos y vestido de rojo recibe al público e invita a beber unos tragos de Cuba Libre servidos en sendos mostradores donde se le da publicidad al ron «Delirio Habanero Gold». Dos bailarines –Orialys Hernández y Odwen Beovides– interpretan una pieza coreográfica que puede leerse como anticipo de lo que sucederá dentro de la sala. Al compás de «Desencanto» –bolero compuesto por Enrique Santos y Luis Amadori e interpretado por Celia Cruz–, se abrazan; ella huye y él la persigue: huida y permanencia, cercanía y evitación, seducción y escape; ideas que luego catalizarán sobre las tablas las fricciones entre el Bárbaro y la Reina. Teatro desde mucho antes de sentarse en la luneta, hecho que mucho hubiera divertido –no lo dudo– a Alberto Pedro.

Para su concretización escénica, Raúl Martín ha privilegiado –frente a la solemne ambigüedad latente en el original– la arista de la locura. Sustituyendo algunas canciones por otras de los mismos cantantes que entonan mejor con los presupuestos trazados para este montaje, el tejido espectacular se adentra en una tupida madeja de presunciones y negaciones. Varilla, la Reina y el Bárbaro creen ser, desde su condición megalómana, tres seres mitificados por el imaginario popular: Varilla, el célebre cantinero de la Bodeguita del Medio, y dos ídolos de la música cubana de todos los tiempos: Benny Moré y Celia Cruz. Creen ser quienes no son, condición lúdicra semejante a la que esboza La secreta obscenidad de cada día, de Marco Antonio de la Parra. Pretenden serlo, pero no lo son. En la nave clausurada desde 1967, cuando los tiempos de la otra ley seca, cada noche es una noche de encuentro. Ellos reviven en ese, su espacio único y posible. No son, pero ahí sí son quienes dicen ser; hilo que, tensado, genera acritudes que se traducen en un juego escénico divertido y dinámico.

Varilla pule sus botellas cuando llega el Bárbaro, que entra por donde no debe y sin hacer la contraseña. Varilla protesta. Nadie debe saber de la existencia del bar. «Te he dicho muchas veces que por ahora este lugar no existe. Métetelo en la cabeza. No existe. No puede existir nada más que para nosotros.» Su condición clandestina lo convierte en lugar de resistencia, sitio de evasión y refugio que encumbra el primer plano de conflictos: escasez/abundancia, mundo real/mundo anhelado (o imaginado). Entre colillas, escombros y ratones se incuba la capacidad imaginativa de esas tres mentes. La precariedad material engendra la abundancia ficcional (deseada): ron Bacardí, y el deleite de las letras de las canciones de Benny Moré y Celia Cruz. La ritualidad que se advierte en el «encierro consciente» de los tres personajes difiere del de Mar nuestro en tanto que mientras Varilla, la Reina y el Bárbaro habitan el bar como espacio único de realización posible, en aquella los personajes se hallan presos de la problemática circunstancia del agua por todas partes.

La Reina entra. Anda de incógnito. Llegó por un punto de la costa norte que yo tampoco tengo por qué revelar aquí. El Bárbaro dirige una y otra vez su orquesta. Varilla calcula mentalmente cuánto ha de medir el toldo a rayas hasta la acera, para que los clientes no se mojen. El delirio como acto de simulación, hecho catártico y liberador, se dibuja como la válvula de presión de los personajes que vienen «de abajo» –como Averrara en El banquete…– y «los de abajo» –al decir del Bárbaro y con perdón de Mariano Azuela–, no tienen color. El problema de los negros aquí trasciende el mero conflicto racial. Es un problema socioeconómico. Cuando el Bárbaro y Varilla discuten sobre si los negros entrarán en el bar o no, este apunta: «los negros no tienen dinero». Sin embargo, el portero será negro, vestido de rojo y con guantes blancos. El «ser de abajo» no sólo presupone el origen humilde sino que compromete la visión de la realidad desde la base del prisma.

El enfrentamiento entre el Bárbaro y la Reina se sucede en una multiplicidad de planos enriquecedora: de género (hombre-mujer), religiosos (eclecticismo religioso-católica apostólica romana), proxémico (de aquí-de allá), de interacción social (popular-relativo elitismo), y las respectivas gradaciones de sus megalomanías (afectada por el alcoholismo y por el delirio de persecución, respectivamente), abriendo paso a sistemáticas negaciones identitarias mutuas. Cada uno dice ser quien es, pero se muestran intolerantes a reconocer la supuesta identidad del otro. La reiteración de ideas-obsesiones de cada personaje (el toldo, el portero negro vestido de rojo con guantes blancos, la llegada de incógnito, el muerto-vivo, el bar de Alipio) junto al repiquetear lingüístico de los adverbios de lugar «aquí», «allá», «afuera», «adentro», textualizan los rasgos de locura.

Las fronteras entre ilusión, deseo y realidad desaparecen cuando se ilumina el cartel del Varillas’ Bar y la fabulación llega a su punto más álgido. El escenario se cubre de azul. Se oyen murmullos y los contraluces dibujan, creando una suerte de cuadro en sombras, la atmósfera de ensueño en la que tiene lugar el feliz diálogo entre el Bárbaro y la Reina. Y se reconocen, se cantan, se complementan.

Teatro de la Luna sigue manteniendo, afortunadamente, un elenco de lujo en plenitud de sus facultades interpretativas. Es evidente la minuciosa labor sobre el material iconográfico, biográfico, cinematográfico, psicolingüístico y musical del Benny y Celia Cruz emprendida por el colectivo para el trabajo de caracterización, encaminado a rescatar el lado más humano de esas figuras, huyendo de estereotipos y epidérmicas aproximaciones. La labor más difícil, sin dudas, debió acometerse con el personaje de Varilla, del que –en comparación con los otros dos– se conservan muchísimas menos fuentes.

Amarilys Núñez inicia el espectáculo con una invocación ritual. Solicita el beneplácito de los cinco (los rumberos famosos), de aquellos a quienes van a «encarnar» sobre las tablas, sin olvidar al que un día concibió este texto: Alberto Pedro. Se reconoce mujer, se toca los senos –¿los sibilinos senos de Clitemnestra Pla?– y es entonces que, incorporando el raído smoking negro y una gorra con la visera al revés, asume su Varilla. Arma su desplazamiento escénico en correspondencia con las letanías de su personaje. El carácter obsesivo-compulsivo del «cantinero de lujo» lo hace entablar una insistente relación de interdependencia con las botellas. Las limpia, las organiza, las cuelga, las reacomoda, las guarda. Ellas son para Varilla lo que los muñecos de la familia Garrigó para Orestes o los dados de acrílico con que Santa Cecilia armaba el rompecabezas de su memoria: ejecución escénica de la necesidad de los personajes por aferrarse a la materialidad más cercana para escapar al vórtice de la adversidad que los rodea. Es mejor aliarse con los objetos que tenerlos también en contra. «¡Ah, Orestes, los objetos…! Jamás te enfrentes con ellos. Cuando los objetos se oponen a los humanos, son más feroces que los mismos humanos.»

Desde una cuidada interiorización de los móviles de su personaje, Amarilys hace visible la contradicción que Varilla posee sobre cómo hacer para satisfacer los anhelos de cada uno, para que el bar sea, a la vez, real y clandestino, de etiqueta y accesible, exclusivo y para el pueblo. Sus dotes de gran actriz llegan a momentos de nítido virtuosismo, como cuando acomete el pequeño monólogo en que le obsequia los zapatos a la Reina. El cuerpo de la actriz se segmenta contraponiendo el discurso textual y el corporal en una cadena de acciones de atractivo contraste visual.

Mario Guerra interpreta al Bárbaro desde una óptica en que sinceridad y actitud distanciada se alternan de forma enriquecedora. Si en los repetidos «Yo sí soy yo» la necesidad de identificación es perentoria, sus «¿Cómo me quedó? Varilla, ¿cómo me quedó?» concretizan ese extrañamiento del personaje en medio de un contexto donde imitación y aceptación (del referente imitado) varían sistemáticamente el peso del juego de representaciones.

Mario concibe a su personaje desde una «musicalidad» a ultranza que va más allá de la maestría con que hilvana la gestualidad y el peculiar sello con que el Benny interpretaba sus canciones. El actor percute sobre su cuerpo, toca el piano –«El Bárbaro no tocaba el piano», dirá la Reina, apreciación que apuntala la sistemática alternancia antes referida– y rescata para sí un acervo de poses y maneras de fuerte raigambre popular que contrastará con el «esplendor» venido a menos de la Reina.

La locura del Bárbaro se agrava por el alcoholismo. Cada trago de ron que se da es un paso más hacia la tumba. «Y no hay que terminar por gusto en el cementerio.» Por eso, ante los augurios de la Reina, chilla como un animal sacrificado, acción en la que quiero reconocer un ejercicio de memoria emotiva –sin el tufo académico que posee la frase entre nosotros– donde no sólo leo el dolor de la premonición en el actor por el final del personaje, sino también por el de su autor.

Este intérprete protagoniza uno de los momentos más nostálgicos de la puesta en escena cuando el Bárbaro, luego de haber huido de las «profecías» sobre él y la bebida que lanzara la Reina, entra entonando Camarera, camarera… tú eres la camarera de mi amor. Mientras canta, parece escurrirse del escenario, mecanismo de evasión de esa realidad que se vuelve tan turbia como la propia realidad.

Laura de la Uz personifica una Reina donde el bordado de la caracterización raya en la excelencia. La actriz, retirada ella misma por casi ocho años en Chile, revela una gama de movimientos y actitudes que denota sus miedos y temores, sus sobresaltos por estar «aquí» aunque tenga que andar escondiéndose para que no se enteren «los de allá», con un sentido de pertenencia por ese «aquí» tanto o más lícito que el del Bárbaro. Quizás la patria sea, como ha dicho alguien, la que se construye aquí, día a día. Al menos, eso le increpa Varilla. Pero, para la Reina, también es patria ese ir quedándose en cada huella de uno que subsiste detrás.
En sarcástica contradicción frente al delirio de persecución que padece, la Reina establece una relación simbiótica con su vestuario. El sobretodo es suficientemente elocuente: dos retratos de Celia Cruz, uno a cada lado, rosarios que cuelgan y una Virgen de la Caridad estampada, casi del tamaño de su espalda. De ese modo podrá pasar por cualquier cosa, pero no desapercibida. En el fondo hasta quizás le guste que la vean así, que la asocien a… Y lo disfruta.

Asentada sobre una sólida partitura vocal y un impecable trabajo gestual, la actriz transita por disímiles registros, capaces de conmover o hacer reír con el mismo disfrute. La puerilidad de sus contraataques –«Se quedó porque no se fue» o «Esto no es una isla… es un archipiélago»– recuerda la sistemática ruptura piñeriana de lo trágico por lo cómico.

Laura tiene a su cargo uno de los momentos más sublimes del espectáculo. Al sonido de las sirenas el Bárbaro huye y Varilla, con una devoción de chicuelo, se deshace obstinadamente en el sostén de su quimera: «Tenemos un bar… ¡Tenemos un bar!» El escenario se oscurece. Y en un claro de luna afloran los más íntimos recuerdos o anhelos de su personaje. Quiero escaparme con la vieja luna… La Reina viste su bandera. La misma bandera que alumbrara el prólogo de Electra Garrigó mientras se escuchaban, tras las columnas del portal, las notas de la «Guantanamera»; la misma bandera que construyen con su terapia ocupacional los delirantes, rasgando papeles en los que reconocemos «tres franjas azules y dos listas blancas/ el triángulo rojo, la estrella de plata»; la misma bandera que ilustra la portada del catálogo del espectáculo, diseñado por Samuel Riera. La Reina canta… se contonea, el tiempo va congelando sus movimientos cuando entra, de incógnito, la voz de Celia Cruz: Quiero volver a revivir la noche… En momentos como este o en su hilarante interpretación de «Isadora», Laura de la Uz es quien dice ser; o cuando más se le parece. Y a ella ofrendamos los aplausos que no pudimos tener para la Reina.

La propuesta de Raúl Martín sale airosa, entre otras razones –el acoplado trabajo en equipo que un espectáculo como este evidencia, por ejemplo–, porque el nivel de sus actores la sostiene más allá de cualquier diferencia que pueda entablarse con el proceso de concretización escénica del referente textual; porque Amarilys, Mario y Laura la defienden con un horizonte de verdad, autenticidad y compromiso que nos hace pensar en que «cada día que pasa, su banda es más banda». Y ya se sabe: «uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo.»

La defensa de la utopía es el único asidero posible. El día llegará en que quiten de allá afuera toda la basura y el escombro y Varilla podrá tener su negocio; el Bárbaro verá entrar al pueblo entero, el blanco junto al chino, junto al mulato, al negro, al jaba’o, al albino y la Reina cantará para un público compuesto por personas de varias partes del mundo: franceses, españoles, americanos, suizos, mexicanos, chicanos… y los de Miami. La cultura se dibuja entonces como zona de diálogo, como elemento mediador entre delirios y miserias, acentuando su ineludible papel en la completa realización del individuo y la necesidad de atesorarla a modo de memoria viva que nos habite. Sacar la victrola para salvarla del derrumbe inevitable podía leerse como una negativa rotunda a abandonar el ideal. Ahora una tímida llama, a punto de apagarse, se resiste bajo los cenitales y queda encendida más allá de los aplausos. Los delirantes seguirán su procesión «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo».

Delirio habanero es un punto de llegada. Si La boda sentaba las primeras pautas acerca de un modo muy particular de concebir el trabajo del actor, de intercalar números musicales y donde el grueso de las composiciones escénicas denotaba el apego a lo coreográfico y a una manera muy personal de articular un discurso cromático coherente entre la escenografía, el vestuario y las luces, amén de inaugurar uno de los diálogos más fecundos de nuestra escena con la obra de Virgilio Piñera –diálogo e inquietudes estilísticas que se verificarían también en Electra Garrigó–; si Los siervos acentuaba aún más la preocupación por el estudio del color –que en Seis personajes en busca de un autor se erigiría como recurso para concretizar los juegos entre ficción y realidad, entre personajes y actores– y la concepción del actor-bailarín-cantante –que desde aquí también comenzaba a abrirse hacia una estética del travestismo, recurso generador de interesantes gestaciones entre la máscara y el personaje– consagrada luego por el desempeño histriónico de Grettel Trujillo y, más tarde, de Mario Guerra en El enano en la botella; si Santa Cecilia ya podía leerse como un nostálgico réquiem por el pasado –o un esperanzador preludio para los tiempos futuros, depende desde dónde se mire–, por La Habana que fue y no es, La Habana que se fue, o por su tímida visita a uno de los hitos del imaginario musical cubano, la «Santa Cecilia» de Manuel Corona; Delirio habanero, además de apuntar al reencuentro con la dramaturgia de otro de nuestros imprescindibles autores, es un espectáculo donde las constantes estilísticas de Raúl Martín y Teatro de la Luna se imbrican armónicamente para alcanzar un grado de perfección y destreza sorprendentes donde destaca, sobre todo, la maestría en el montaje y manejo de la emoción del espectador, por cómo lo involucra en el laberinto lúdicro de la representación desde mucho antes de su entrada en la sala y lo incita a atrapar una teatralidad desgarrada por el peso mismo de las heridas que toca.

Y desde esa perspectiva, la puesta en escena de Teatro de la Luna se me revela extrañamente conectada con las búsquedas y hallazgos que, desde el texto y la escena, ratifica el más reciente espectáculo de Teatro Buendía. Desde sus respectivas particularidades, Delirio habanero y Charenton hurgan en una realidad desdibujada y pérfidamente discursiva que obliga a asumir el delirio como ejercicio de exorcismo solapado o lo revierte en cortejo entre el actor y la máscara, enfocando la locura como única manera, camuflada, teatral, de alcanzar y dialogar con un contexto hostil a la vez que legitima el hallazgo de un lugar (la nave clausurada desde 1967 o el húmedo sótano del hospicio) y de un tiempo (la noche bajo la luna, bajo la vieja luna o La Noche en Charenton) para la reconstrucción de la utopía con los trozos esparcidos por la memoria, pareciendo asentir a aquella máxima que Erasmo de Rotterdam lanzara en su Stultitiae laus cuando dictaminó que «no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición».