DELIRIO CON SABOR A BACARDÍ

Por Norge Espinosa Mendoza

Una famosa actriz cubana de los años 50, Dulce Velazco, hizo famosa por aquellos días una frase que repetía en un popular programa televisivo: “¡Un sucess, ha sido un verdadero sucess!”, decía para alabar algo que la fascinaba. La exclamación se quedó en la memoria de la gente de aquel tiempo, cuando en los bares de La Habana una victrola podía resucitar tantas memorias, con el eco de Blanca Rosa Gil, Olga Guillot, Celeste Mendoza, Las D’Aida, Orlando Vallejo, Benny Moré y Celia Cruz. Dos fantasmas, dos locos que dicen ser nada más y nada menos que esos dos últimos grandísimos cantantes, juegan todas las noches en las ruinas de lo que algún día será el Varilla’s Bar, la barra más universal de una nueva Habana, a reconciliarse y a insistir en que, por encima de la muerte o el exilio, ellos son los que son. Todo esto basta para que Alberto Pedro, en el desasosiego de los años 90, haya desplegado en varios de nuestros escenarios una circunstancia de alta teatralidad, a la que puso un título feliz: Delirio habanero. A una década de su estreno por Teatro Mío, Raúl Martín vuelve sobre la obra para incorporarla al repertorio de Teatro de La Luna. Me dejo llevar por la pasión y digo entonces, con Dulce Velazco: “¡Un sucess, ha sido un verdadero sucess!”

Sobre las cenizas y los escombros una voz puede ser la Gloria. Eso cree Varilla, salvaguarda de los secretos de la vieja coctelería cubana, que sueña con reabrir su bar y atraer a medio mundo (“los negros también”), en un sitio que en verdad está a punto de ser demolido. Pero el confía en que si el Bárbaro y la Reina ajustan sus caracteres y afinan un dúo de lujo, nada será imposible. Raúl Martín ha vuelto a la sala Llauradó, que parece hecha a su medida, y ahí recombina los elementos de esta obra, en un juego de nostalgia y realidad teatral que le devuelve a su grupo el aire de los mejores momentos que ya pudimos aplaudirle. Sin más elementos que los necesarios, trabajando sobre un texto difícil, y confiando en tres actores que muestran diversos estados de plenitud, su Delirio habanero es un homenaje potente a Alberto Pedro y a una cultura de lo cubano, más que a una Cultura Cubana formal, con la que se confabula el público a lo largo de la representación, para acabar en una ovación tan estruendosa como merecida.

El director cierra el escenario para construir ese bar que pronto desaparecerá del todo. Un piano desvencijado, unas banquetas, parecen insuficientes para ganar la atmósfera que quienes conocemos la pieza, esperamos con ansiedad. Pero el golpe de efecto que garantiza el éxito del montaje radica ahí, en el modo tan sutil con que Martín ha distribuido y dosificado los detalles de su puesta, colocándolos en los momentos de espectacularidad más justos y no derrochándolos o agotándolos de inmediato. Los actores se acercan a ese piano, elaboran otros espacios con las banquetas, cuelgan de un aire que es también el polvo y la memoria esas botellas de falso Bacardí; se apropian de la escena para dominarla progresivamente. Y así, la barra portátil de Varilla, la sombrilla escandalosa de la Reina, el bastón mágico del Bárbaro o el lumínico, son con ellos también poderosos valores expresivos. Que la música, la luz, el hermoso diseño de vestuario, completan con seguridad.

Tres actores deben ser, entonces, capaces de reinventarlo todo cada noche. Y lo logran con firmeza. Si Laura de la Uz deslumbra con su voz y su dominio en un personaje tan difícil y múltiple, lo hace no solo porque su versatilidad esté en un punto de esplendidez, sino porque el diálogo con sus colegas le concede gran parte de ese relieve. Su Reina es un ejemplo de profesionalismo, de caracterización ajustada a una situación dramática. Libre de improvisaciones baldías, de rejuegos falsos, ella canta, baila y es una Reina que logra que, en efecto, creamos que ella es quien nos dice. Incluso nosotros, los que nunca vimos a la verdadera Celia Cruz. Mario Guerra trabaja arduamente sobre la locura, extrayendo del desvarío de su personaje una gestualidad y un trabajo vocal de valía que lo acercan al Benny al tiempo que lo distancian, y nos dejan apreciar la seriedad de su desempeño. Solo me gustaría sugerir que intensificara el uso de los silencios, de la locura también expresada como un concepto interior, en un personaje atormentado por sus identidades, pero es un detalle que la temporada podrá pulir. Para Amarilys Núñez tengo el elogio más cálido. Nada me gusta más que sorprenderme ante un actor que logra renovarse y mostrarnos, en la escena, cuántas posibilidades guarda aún bajo la manga. Su Varilla es sentimental y seguro, chaplinesco a ratos pero cubano hasta la médula, y saca de la ambigüedad de su travestismo una condición que lo relaciona de modo singularísimo con el escenario; algo que el director sabe enfatizar, por ejemplo, en el delicioso momento en que el barman cuenta la historia de los zapatos que regalará a la Reina. Los tres intérpretes comparten los mejores momentos del show sin arrebatarse nada los unos a los otros. De la humildad, de la fe y lo mejor del cubano están armadas sus presencias. Eso merece un aplauso que no cabe en esta columna.

Delirio habanero estará en cartelera por todo julio. Una obra que sin concesiones cuenta de nuestras angustias y breves alegrías, y que nos recuerda que la música es, para el Cubano, una forma esencial de la Nostalgia. Créame si le recomiendo no dejar de ir a la Llauradó. A oír temas de siempre como Vieja luna o Dolor y perdón. A tomarse un trago del soñado Bacardí. A creer en el teatro como un delirio que nos anima y ensalza. He ahí el sucess, el verdadero sucess de este montaje.