TEATRO DE LA LUNA RELEE A VIRGILIO PIÑERA

Por Vivian Martínez Tabares

En medio de la irregular actividad de la escena cubana, en los últimos meses bastante escasa en estrenos notables -para hablar de puestas sobresalientes, seguimos recurriendo a títulos y figuras de más de un año atrás-, el Teatro de la Luna, que dirige Raúl Martín, viene a ser una de las alternativas de mayor interés, por estos días enfrascado en una temporada que va al encuentro del público con sus seis montajes en repertorio: “La boda”, “Electra Garrigó”, “El álbum”, “Los siervos”, todas de Virgilio Piñera, “El enano en la botella”, de Abilio Estévez, y “Seis personajes en busca de un autor”, de Luigi Pirandello, desde la Sala Covarrubias del Teatro Nacional.

El ciclo coincide en celebrar los cinco años de vida del joven colectivo, y el noventa cumpleaños del gran autor cubano Virgilio Piñera, en cuyo evento conmemorativo, titulado “Noventa Virgilios” se insertaron las puestas, junto a un coloquio que estudió facetas diversas de Piñera poeta, narrador y dramaturgo, una lectura de poemas a cargo de actores del Teatro El Público, y la salida del libro “Cuentos completos”, todo un acontecimiento para la literatura cubana.

UN AUTOR ESENCIALMENTE TEATRAL

Virgilio Piñera (1912-1979) fue, junto a Carlos Felipe (1914-1975) y Rolando Ferrer (1925-1976), representante de lo que el crítico Rine Leal calificó como “la dramaturgia de transición”, una suerte de puente entre la generación de ADAD y el grupo Prometeo, protagonista de la actividad teatral en los 40-50, y la eclosión dramática que irrumpe con el proceso revolucionario. Fue el autor de textos capitales como “Electra Garrigó” (1941) –que abre la modernidad en el teatro cubano, aunque debió esperar siete años para ser estrenada, y rechazada entonces como “un escupitajo al Olimpo” en su lectura paródica del mito griego--, y de “Aire frío” (1958, estrenada en 1962), donde recrea el avatar, durante dieciocho años, de una familia cubana de clase media –que en la Cuba de los 50 podía significar “clase cuarta o décima”-, asfixiada por la miseria cotidiana, metaforizada en el calor reinante, desde la obsesión de Luz Marina, el personaje protagónico, por un ventilador que la libere del ahogo en que vive. La familia de “Aire frío” que parte de la suya propia en un tremendo acto de tremenda catarsis sin dejar de resumir a mucha gente anónima. “Aire frío” era para él su mejor obra, “una pieza sin argumento, sin tema, sin trama, y aun sin desenlace [...] con la pobreza, la frustración, y también con algunas ilusiones, por cierto muy conmovedoras”.[1]

Virgilio fue maestro en vertebrar las búsquedas más contemporáneas de la escena universal y la más legítima expresión de lo cubano, negador perpetuo frente a cualquier convencionalismo, económicamente pobre pero inclaudicable en su consagración a la literatura, excéntrico y teatralísimo, creció como escritor inserto en una Cuba “existencialista por defecto y absurda por exceso”,[2] fue precursor de Sartre e Ionesco –escribió “Electra...” antes que Sartre “Las moscas”, y “Falsa alarma” antes que Ionesco “La cantante calva”-, ganador del Premio Casa de las Américas en 1968 con “Dos viejos pánicos”, pero también un incomprendido, víctima de la homofobia y marginado oficial en los 70 y, a pesar del éxito que acompañó cada puesta de “Aire frío” –a cargo de Humberto Arenal y Abelardo Estorino—, de las diversas lecturas que generó “Electra Garrigó” en los años 80 –en manos de Armando Suárez del Villar, Flora Lauten, y Gustavo Herrera con el Ballet Nacional de Cuba-, fue el gran ausente de la escena cubana hasta inicios de los 90, cuando se abre lo que Norge Espinosa, parafraseando el célebre verso de ese poema mayor que es “La isla en peso” –la maldita circunstancia del agua por todas partes-, ha llamado “la infinita circunstancia de Piñera por todas partes”.

Es útil anotar además, sobre todo para los lectores de Teatro/CELCIT, que entre 1946 y 1958 Piñera pasó más de diez años en Buenos Aires, donde entabló una fecunda amistad con el polaco Witold Gombrowicz y participó en la traducción de su novela “Ferdydurke”. También con él, desde el café Rex, atacó la cultura oficial y parodió al grupo cercano a Sur con la revista Vic-trola, creada por él mismo, además de ser corresponsal de la cubana Ciclón,[3] que editaba en La Habana José Rodríguez Feo.

RAÚL MARTÍN Y EL BACILO PIÑERA

Si, como él mismo autor refiere en ese magnífico prólogo “Piñera teatral”, fue atacado por el “bacilo griego”, un joven creador de los 90, Raúl Martín, se contagió con las manifestaciones piñerianas de la enfermedad, para bien del teatro. Discípulo del maestro Roberto Blanco durante su formación en el Instituto Superior de Arte –un director signado por un lenguaje espectacular de manifiesta belleza, amante del gesto magnificado y de un modo enrarecido y no naturalista de decir los textos-.

Raúl Martín fue su asistente durante el montaje del tardío estreno cubano de “Dos viejos pánicos” en 1990 –la puesta que abriera la etapa de recuperación de Piñera para la escena nacional. Al año siguiente, como tesis de graduación en el I.S.A., Martín montó “El flaco y el gordo”, e inició su vida profesional como parte del teatro El Público, creado y dirigido por Carlos Díaz, otro maestro del artificio, donde en 1994 estrenó “La boda”, con experimentadas actrices y actores noveles.

Esa misma puesta, con un nuevo elenco, iniciaría la trayectoria de su propio colectivo, el Teatro de la Luna. Desde entonces, seducido por la carga de teatralidad y por la filosofía del dramaturgo, negadora pero no fatalista, se ha dedicado a releer en escena su obra, no tanto para acudir a los grandes textos –“Electra Garrigó”, de 1997, será la excepción-, sino más bien para explorar zonas vírgenes y difíciles, relegadas por la crítica, como la mencionada “El flaco y el gordo”, o “Los siervos”, de 1999, y “El álbum”, estrenada en 2001.

Así, Raúl Martín ha incursionado también en propuestas danzarias como “La boda” (1994), coreografía a partir del poema homónimo de Piñera, con Lídice Núñez, de Danza Contemporánea de Cuba; “Las siete en punto” (1994) con Danza Combinatoria; “Solo de piano” (1997) con DanzAbierta; “El banco que murió de amor” (2000), con Codanza – todas a partir de los poemas homónimos del libro “La vida entera”.[4]

Martín elige dialogar con Piñera a través del empleo de sus mismas armas: el juego paródico, la mirada burlona frente al fatalismo irreversible de lo que no tiene salida, que se enfrenta con el sarcasmo como un mecanismo defensivo.

Confiesa que eligió montar “La boda”, por ejemplo, por la fascinación frente a un parlamento de Flora, la protagonista, cuando afirma: “Diga que no habrá boda porque hay tetas caídas”, y en su puesta convierte la ceremonia negadora y absurda de la no boda que hay que celebrar con todo rigor, en una parodia de las comedias de salón, frívolas y ligeras, para fustigar cómo lo esencial se relega por lo accesorio y cómo los seres humanos nos dejamos arrastrar por la banalidad y en sin sentido.

A lo largo de sucesivas confrontaciones, el director ha ido perfilando, con su equipo de actores, un atractivo y peculiar lenguaje, que aspira a integrar todos los elementos posibles hacia un teatro total. Martín hace danzar los textos en una partitura que es coreográfica sin dejar de ser esencialmente teatral, significativa en la expresión de las contradicciones -para él, los textos danzan con los actores en el escenario-; emplea la música como contrapunto o como base dramática y juguetona, por medio de canciones que juegan con los textos prescritos y los códigos de la cultura popular, fácilmente identificables por el público; concibe los objetos en escena con un sentido lúdico evidente: generalmente la escenografía se ha elaborado con un concepto modular, intercambiable, y conserva la factura artesanal como un valor expresivo en sí mismo. Los actores se mueven con facilidad de la interiorización y el cuidado en el decir a la farsa y a la representación externa, formalizada, marcadamente burlona y crítica, y, como resultado de una preparación sistemática, cantan y bailan con soltura. Y una de las grandes aspiraciones del director es lograr producir otras sensaciones desde el escenario, emitir olores, cocinar y hacerla probar a los espectadores en una próxima versión de “El flaco y el gordo”.

Esa estética y sobre todo la sistematicidad en el trabajo, le han ganado un público estable que acude a cada función con devoción y entusiasmo, un auditorio de espectadores en el que predominan estudiantes universitarios y jóvenes profesionales, y donde alegra ver cómo, entre la multitud, se confunden los rostros habituales de teatristas.

No resulta fácil el esfuerzo desplegado por este colectivo en el contexto actual del teatro cubano, marcado por la inestabilidad de los elencos, que amenaza la programación, la vida de los repertorios y hasta la propia supervivencia de los grupos, para lograr una temporada de seis espectáculos continuados, mucho más si la reciente salida de dos de sus actores, habituales en papeles protagónicos, les ha obligado a re-crear sus montajes. Teatro de la Luna está justo en el vértice de una nueva etapa, en la que el equipo relativamente homogéneo del primer lustro se ha transformado, quizás prematuramente, a la coexistencia de dos “generaciones”, y ahora el trabajo se empeña en articular la retroalimentación entre unos y otros, para consolidar la nueva faz que se ha ido conformando.

DE ELECTRA A LOS SIERVOS

Cuando Raúl Martín estrenó “Electra Garrigó”, el montaje generó una interesante polémica entre, por un lado quienes iban en busca de antiguos referentes, por otro quienes veían la obra como un clásico que había que tratar con sumo cuidado, y quienes aceptamos la piñeriana manera de subvertir, a la luz de estos tiempos y para el nuevo público, “la educación sentimental que nuestros padres nos han dado”, desde la resistencia a la solemnidad que forma parte esencial del carácter del cubano.

Teatro de la Luna jugó con los contrastes entre el grotesco y lo näif, rescató el sentido que en el original había tenido la cita del tema musical “La guantanamera” –que en aquel tiempo se empleaba para acompañar las noticias de la crónica roja en un programa radial, aunque luego, curiosamente, haya devenido tópico de la cubanía- e incorporó nuevos temas, a la manera de los festivales de la canción trasmitidos por la TV, y leyó la pieza desde lo que puede significar hoy la relación filial y el tema de partir-no partir. Y el monólogo del segundo acto recobraba una nueva manera de entender el sentido de cuánto nos debemos a nosotros mismos y a nuestra manera de enfrentar el mundo.

Un sentido semejante animó la versión de “Los siervos”. Si el texto original, publicado sólo en un número de la revista Ciclón de 1955, rechazado por el autor y sin estrenarse, podía interpretarse como un alegato anticomunista, a partir de lo que llegó a Piñera de la práctica socialista soviética, Raúl Martín elude cualquier lectura maniquea, que en esta época podría ser fácil y oportunista, y coloca la acción en una época y un lugar imprecisos -desde la trama y a nivel visual-, remotos y a la vez futuristas, y cambia los nombres de los personajes para privilegiar una reflexión en torno a cómo la acción del ser humano es decisiva para llevar adelante una idea y hacerla triunfar o destruirla.

La obsesión piñeriana por el tema del eterno retorno es acentuada por la circularidad de la danza y desde el prólogo mismo, cuando el personaje del Niño sube al proscenio, caracterizado como Nicleto -el protagonista que se rebela frente al estado de igualdad porque quiere volver a ser siervo-, y dice el texto de un poema de juegos infantiles de guerra, para abrir la historia, interminable, el mismo niño que luego cerrará el montaje con la cabeza de Nicleto entre las manos. Y el humor crítico equilibra el acento fatalista del texto para atacar los discursos demagógicos y la doble moral, a través del dibujo grotesco de los personajes poderosos. Como afirma Martín en el programa de mano: “...hablo del hombre que tomo una idea y le puso un nombre, del que asumió un cargo y se acomodó definitivamente. Del que habla de igualdad mirando desde arriba después de escalar.” Y así propone y consigue un diálogo directo con sus espectadores.

La hibridez genérica del texto se acentúa y junto a una cuidadosa validación de la palabra, el peso de lo gestual, de lo coreográfico se subraya, en busca de una expresión esencial del comportamiento cotidiano del cubano, en la que coexiste –como en la música—una diferenciación entre los modos bruscos de Zenón, Pileno y Ralú, que marchan “con pies de plomo” para alertar sobre el cuidado que hay que tener con Nicleto, y el protagonista, que recrea y estiliza teatralmente desde el ademán simple hasta algunos elementos de la gestualidad codificada de los orishas. La ironía y el discurso cuestionador se dan la mano, el comentario crítico de la música, que da paso a la reflexión, juega con el humor chispeante.

Dialogante y lúdico, arriesgado y persistente, el Teatro de la Luna encarna hoy una vital manera de releer y de repensar a Virgilio Piñera.